El presidente interino Sánchez ha dado pronta prueba de su extremismo al amagar con retomar su totalitaria propuesta de reforma de la Ley de Memoria Histórica, que critiqué en estas mismas páginas (ver EXPANSIÓN de 15 de febrero de 2018). Dicha propuesta, apoyada por todos los partidos subversivos del Congreso, incluye literalmente la creación de una “Comisión de la Verdad” (tan fiel a la verdad como lo era el Pravda, naturalmente) que fije una única verdad oficial admisible sobre lo acontecido en España entre 1936 y 1978, castigando con hasta cuatro años de cárcel a quienes no se sometan a tal imposición (periodistas, historiadores, docentes, funcionarios…), destruyendo los libros y documentos que se consideren prohibidos y convirtiendo en “víctimas” y “demócratas” a los sádicos torturadores y asesinos de las checas, por ejemplo, que asesinaron a cerca de 70.000 personas por ser católicas o de derechas. Además de su sectarismo patológico, la vulneración de derechos y libertades constitucionales que implica este texto es inadmisible: destruye la libertad ideológica, la libertad de expresión, la libertad de cátedra, la libertad de enseñanza y el derecho de fundación, y vulnera también, cómo no, la Carta de Derechos Humanos de la ONU. Pero es que, además, políticamente estamos ante un torpedo nuclear que busca hundir la Transición, dinamitar la Constitución y deslegitimar nuestra monarquía constitucional y nuestro sistema de libertades democráticas. Zapatero, con su siniestra agenda de cambio de régimen, plantó la semilla; Rajoy la regó con su inacción culpable y el radical Sánchez, que sería feliz liderando un nuevo Frente Popular con los comunistas-leninistas con los que se reúne en secreto, nos quiere obligar por la fuerza a comer su fruto envenenado.
Decía el filósofo George Santayana que “aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”. En 1936 la Segunda República había degenerado por completo y no era ya una democracia, sino una anarquía pre-revolucionaria alentada, tras unas elecciones fraudulentas, por el nuevo gobierno de izquierda radical del Frente Popular, que incluía a un PSOE bolchevizado. Éste, lejos de defender la libertad y la democracia, había promovido el golpe de Estado contra la República en 1934 y abogaba por la violencia revolucionaria tras haber purgado al moderado Besteiro, luego injustamente encarcelado por el franquismo. Eran constantes los tiroteos entre facciosos de ideologías opuestas, las detenciones arbitrarias de opositores, la censura periodística, la quema de iglesias y conventos, las huelgas salvajes y las amenazas de muerte vertidas en sede parlamentaria contra diputados de la oposición. Como botón de muestra de lo que fue aquel período, un escuadrón de la muerte compuesto por policías del régimen y algunos escoltas de dirigentes del PSOE sacaron una noche de su casa al líder de la oposición derechista, José Calvo-Sotelo, lo arrancaron de los brazos de su mujer mientras sus hijos pequeños dormían y lo asesinaron de dos tiros en la nuca. Esto ocurrió en plena “normalidad democrática” de la II República, esto es, justo antes de la guerra. Tal era la sensación de impunidad con que actuaron los magnicidas que lo hicieron en coche policial, a cara descubierta, identificándose y dejando numerosos testigos. Sabían que el gobierno no les perseguiría: en efecto, el gobierno nada hizo y algunos diputados socialistas los ocultaron en sus casas. ¿Se imaginan que ocurriera algo así hoy? ¿Cómo definirían un sistema político que permitiera eso? Winston Churchill, primer ministro británico durante la Segunda Guerra Mundial y el mayor enemigo de Hitler, lo describe en sus Memorias: “Se estaba produciendo en España una réplica perfecta del período de Kerenski en Rusia (…), y la creciente degeneración del régimen parlamentario español y la fuerza de revolución comunista en marcha (…) trajo como consecuencia una revuelta militar que se venía fraguando hacía tiempo”. Entonces “la secta comunista se hizo con el control y actuó según lo que disponen sus ejercicios de entrenamiento…emprendieron masacres masivas, a sangre fría, de sus adversarios políticos (…)”. Las democracias occidentales (EEUU, Inglaterra, Francia) lo vieron claro: de forma significativa, decidieron no apoyar al bando republicano durante la guerra y tardaron exactamente 24 horas en reconocer al gobierno de Franco cuando aquélla terminó.
Pasemos a 1976. Franco había muerto el año anterior y el gobierno y las Cortes franquistas aprobaban la Ley para la Reforma Política que transformaría el régimen en una democracia. Esta ley fue aprobada en referéndum por el 94% de los votos (con un 77% de participación) y dio pie a las primeras elecciones libres para formar Cortes Constituyentes, que dieron mayoría a partidos cuyos líderes provenían del franquismo y que, con la generosidad de todos, consensuaron la Constitución de 1978, aprobada por el 88% de los votos en un segundo referéndum. Es decir, que el paso de la dictadura a la democracia se produjo “de la ley a la ley”, sin solución de continuidad, en un proceso abrumadoramente legitimado por los españoles. Con el aval de los españoles en cada paso, son las cortes franquistas las que aprueban el paso a la democracia, es el heredero “a título de rey” nombrado por Franco quien se convierte en el Jefe de Estado de la democracia y es el reformista exsecretario general del Movimiento (el partido único del régimen franquista), último Presidente del Gobierno de la dictadura, a quien eligen los españoles libremente como primer Presidente del Gobierno de la democracia (con 168 diputados, más 10 del partido liderado por otro exministro franquista). Esta transición, que admiró al mundo, no fue sólo mérito del rey y de un grupo de políticos capaces de actuar con magnanimidad y altura de miras, sino que se produjo, ante todo, porque los españoles ya se habían reconciliado y no se contemplaban ni como adversarios ni como enemigos, sino como conciudadanos y convecinos. Ayudó a ello el paso del tiempo y la relativa popularidad de que gozó el régimen, facilitada, a pesar de sus evidentes carencias, por varios factores coadyuvantes: en la España de 1976 la durísima represión del bando vencedor había terminado 30 años atrás, la ley se cumplía (la población reclusa era la cuarta parte de lo que es hoy) y apenas había corrupción (tema que ni se mencionaba en las campañas electorales de los 70). Además, la falta de libertad política no había sido óbice para que la economía española viviera la época de mayor estabilidad y prosperidad de su historia, con el PIB per cápita creciendo a un ritmo del 6% anual desde 1950 (frente al 1,5% desde 1978 hasta hoy), con un paro medio en el período del 3% (frente al 17% desde 1978 hasta hoy) y sin apenas deuda pública (frente al 100% sobre PIB hoy). Éstos son datos.
Todos los países serios asimilan su historia y, nos guste o no, la dictadura franquista forma parte de la nuestra. Así lo entendió el PSOE socialdemócrata y con sentido de Estado que logró 202 escaños en 1982 (y que luego, por su centrismo, lograría otras dos mayorías absolutas más), el cual jamás intentó ninguna Memoria Histórica a pesar de llegar al poder tan sólo siete años después de la muerte del dictador. Compárenlo con Sánchez y sus 84 escaños, que llegado al poder de carambola pretende ser “del s.XXI” y anda desenterrando cadáveres, removiendo tumbas y odios de una guerra de hace casi un siglo, con la mirada puesta de forma enfermiza en un pasado que quiere reescribir e imponiendo totalitaria y vergonzosamente una sarta de trolas que deslegitiman la Transición, la Constitución y nuestra democracia.
Explicando cómo en 1936 la Segunda República había acabado controlada por los revolucionarios comunistas, Churchill afirmaba: “Forma parte de la doctrina y del libro de ejercicios de los comunistas, establecidos por el propio Lenin, que los comunistas deben ayudar a conseguir el poder a los gobiernos socialistas débiles, para después debilitarlos más y arrebatarles el poder absoluto”. Con un gobierno socialista débil apoyado por leninistas, no podemos tomarnos a la ligera esta advertencia. La Memoria Histórica es el primer paso hacia un cambio de régimen, y no precisamente para mejor. La causa de la libertad está siendo atacada. O la defendemos o la perdemos.