La semana pasada se presentó en Madrid la edición de 2017 del Índice de Libertad Económica que cada año –desde 1996– publica la Heritage Foundation. El estudio, elaborado por un amplio grupo de investigadores, bajo la dirección de Terry Miller y Anthony Kim, ofrece una imagen bastante completa del papel del sector público y la regulación en la mayoría de los países del mundo a partir de la construcción de 12 indicadores que recogen las limitaciones a la actividad empresarial y al comercio internacional, la presión fiscal, el peso del sector público y la solvencia de las finanzas públicas, la estabilidad de precios, el respeto a los derechos de propiedad, la libertad para realizar inversiones, las garantías que ofrece el sistema financiero, las restricciones en el mercado de trabajo y el funcionamiento de las instituciones que garantizan los derechos de propiedad, la administración de justicia y la lucha contra la corrupción.
De acuerdo con la media de los resultados obtenidos en cada uno de estos indicadores, España se sitúa en el poco brillante puesto 69º del mundo –entre 180 países–, lo que nos coloca (entre Azerbaijan y Méjico) en la zona central de los países “moderadamente libres”, la tercera de las cinco categorías que establece el índice (siendo la primera la de países considerados “libres” y la última la de los “reprimidos”). Tampoco es buena nuestra posición si nos comparamos con el resto de los países europeos, dado que ocupamos el puesto 31º de un total de 44. Es cierto que estamos mejor que algunos de nuestros vecinos más próximos en el área mediterránea, ya que Francia, Italia o Portugal obtienen puntuaciones ligeramente inferiores. Pero nuestro puesto es significativamente peor que el de la mayoría de los paí- ses de Europa Occidental; y está muy lejos de naciones como Suiza, Irlanda, Reino Unido, Holanda o Alemania, por hacer referencia sólo a algunos países que se colocan más de cuarenta puestos por encima de España en el ranking mundial.
Reformas pendientes
Una de las ventajas que ofrece este tipo de estudios es que permite analizar de forma separada cada una de las variables y ver en qué aspectos concretos la economía de un determinado país se encuentra en mejor o peor situación. Si se analizan uno por uno por los 12 indicadores, se observa que España obtiene sus mejores puntuaciones en aquellos referidos al comercio internacional, a la libertad de inversión y a la estabilidad monetaria; mientras que las puntuaciones más bajas son las de los indicadores de solvencia financiera del sector público y nivel de gasto público; seguidos por los referidos a la eficiencia del sistema judicial y a la regulación del mercado de trabajo. Es importante señalar –y esto dice, de nuevo, poco a nuestro favor– que algunas de las variables en las que España logra mejores resultados dependen en buena medida de la Unión Europea; sin embargo, la baja puntuación obtenida en las variables referidas a la Hacienda pública, al mercado de trabajo y a la administración de justicia son responsabilidad de nuestro propio Gobierno. El Índice de la Heritage, en resumen, confirma, una vez más, la idea de que los retos fundamentales para conseguir una economía libre y eficiente en España pasan por la reforma del sector público y del mercado de trabajo. Nada nuevo, ciertamente. Pero no parece que la situación de inestabilidad política en la que vivimos vaya a permitir llevar cabo a corto plazo este tipo de reformas, por muy necesarias que sean. El problema no es sólo que España ocupe una posición mediocre; más preocupante es aún que, en los últimos años, esta posición haya empeorado de forma significativa. Por no remontarnos mucho, baste mencionar que antes de la crisis nuestra situación era significativamente mejor. En el Índice de 2009 –elaborado con datos de 2007– España ocupaba el puesto 29º; y desde ahí hemos ido bajando hasta desembocar en el actual 69º. Al tratarse de un índice comparativo, la razón de este retroceso no es sólo que los valores de los indicadores españoles hayan empeorado –que lo han hecho en diversos casos–, sino que los demás países se han comportado, en términos relativos, mejor que nosotros. Otro aspecto interesante de este tipo de estudios es que sirven para mostrar que existe una correlación clara entre libertad económica y renta per capita; y que no es casualidad que los países más ricos ocupen posiciones de cabeza en el índice. Es cierto que una parte significativa de dicha renta viene determinada por la acumulación de capital en el pasado. Y esto explica, por ejemplo, que Francia siga siendo un país rico, a pesar de ocupar posiciones bajas en el índice desde hace mucho tiempo; o que un país como Estonia –que se encuentra en el sexto puesto en el ranking mundial y en el segundo en el europeo– tenga una renta per capita significativamente menor que Francia o Italia. Pero el ranking permite entender por qué la situación económica de estos dos países se ha deteriorado en términos relativos, mientras la de Estonia está mejorando de forma muy rápida. El crecimiento de la renta y el bienestar exige tiempo, ciertamente; pero a medio y largo plazo se observan las diferencias que generan las políticas económicas eficientes frente a las que no lo son. Y la libertad económica –no cabe duda– es uno de los mejores instrumentos para conseguir la prosperidad.