Como ¡feliz semana de la Constitución! no ha estado mal. Irrumpió el nacionalista Vox. Los barrabravas de Podemos y el separatismo se tiraron a la calle. Torra cargó contra los Mossos. Los jueces suplicaron a Sánchez un mínimo de amparo. Y la delegada Cunillera dijo que «la voz contra la convivencia en Cataluña la representan PP y C’s.» En el resto de Europa la razón también avanzó, desbocada. El Brexit entró en fase ‘shitstorm’. Y Francia, en modo 68, revolución gagá: «Rompámoslo todo, que paga papá». Ciertamente, no son tiempos constructivos. Y, sobre todo, no son tiempos fraternos. De ahí la obligación de reconocer a un hombre como Mario Vargas Llosa. Es lo que quise hacer en la entrega del premio anual del think-tank Civismo, con este texto que copio y pego.
La mañana del 3 de octubre de 2017, con el corazón agitado y el verbo a mil, llamé por teléfono a Mario Vargas Llosa: «¡Mario!, sin preámbulos: ¡Te necesitamos! Sociedad Civil Catalana ha convocado una manifestación contra el golpe separatista. Será este sábado en Barcelona. Estamos mal, muy mal. Ahora todo el mundo –incluido el Hemingway del Times, claro– dice que España es un Estado policial. Y hasta Rajoy se lo ha creído. Será que sólo ve La Sexta. La policía actuó de forma ejemplar, Mario. Lo vi con mis propios ojos en Gerona. ¿Y qué crees que hubieran hecho los americanos? En fin, que un discurso tuyo en la manifestación tendría un impacto enorme. Por favor, por favor, di que sí…».
Y Mario dijo sí.
Podría haber dicho no. De hecho, les contaré un secreto. Ese mismo día, un importante dirigente del PP catalán me envió el siguiente whatsapp: «Cayetana, la manifestación es un error. Primero es posible que ese día se celebre un pleno y después, no se puede ir por libre organizando manifestaciones». Por libre organizando manifestaciones… ¿A qué había que esperar? ¿A que la convocara el pancartero Rajoy? Del PSOE mejor no hablar. Ni siquiera la apoyó.
Qué diferencia con Mario. Mario sí tenía motivos para no acudir a Barcelona. El 8 de octubre, Isabel y él tenían previsto viajar a Moscú, donde Mario iba a recibir un importante premio literario. Tenían los billetes emitidos. El hotel reservado. La logística afinada. Los anfitriones ansiosos. El público expectante. Y, sin embargo, Mario cambió sus planes. En un segundo. Sin dudarlo. Con un entusiasmo expansivo. Por España y la libertad.
Quedamos el 8 a las 8 en Atocha. Mario venía solo, sin la parafernalia que suele acompañar a los grandes hombres. Y a tantos pequeños. Nos sentamos en el AVE, frente a frente. Comentamos los periódicos. Charlamos con medio vagón. Hasta que en un momento dado vi cómo sacaba de su bolsillo un par de folios. Estaban escritos a mano. Empezó a leerlos, lentamente, hacia dentro. Cada tanto levantaba la vista para mirar el paisaje: la piel muerta de los Monegros; el perfil dramatizado de Montserrat. Entendí que era su discurso y que lo estaba absorbiendo. Esperé que acabara y le pregunté si estaba nervioso. Se le iluminó la cara y me contestó: «¡Hace 20 años que no doy un mitin!». Y qué mitin dio.
Desde Sants fuimos en coche hasta el cruce entre el Paseo de Colón y la Vía Laietana, donde ya fue imposible avanzar. De ahí subimos a pie. Caminábamos contra la corriente. Una corriente insólita, inédita: cálida, cívica, constitucional, formada por miles y miles de banderas españolas, y por aplausos espontáneos a Mario, que Mario agradecía con elegancia y humildad. No lo olvidaré nunca.
La manifestación fue como muchos de ustedes la recuerdan. Y como no la verán sus hijos porque Televisión Española, ese paquidermo deficitario, no envió un helicóptero. No existen imágenes áreas de la movilización más importante de la historia democrática española. En cambio, sí las hay de todas las Diadas, con sus masas encuadradas a lo Nuremberg, tan bonitas, tan totalitarias.
Llegamos a la cabecera. Yo tenía instrucciones estrictas de Isabel: ¡Protege a Mario! Xavi García Albiol, saludando a cada lado como si fuera la Reina de Inglaterra con anfetaminas, no me lo puso fácil. La organización, conmovedora por artesanal, tampoco. Pero Mario, sí. De hecho, fue él quien me protegió a mí cuando la marea se desbordó. Y, lo más relevante, fue él quien nos amparó a todos los españoles cuando por fin tomó la palabra.
El discurso de Mario Vargas Llosa del 8 de octubre de 2017 le hace, por sí mismo, merecedor de este premio y hasta de un Nobel de la Paz. Ya sin papeles. Con el pelo revuelto por el viento. Con la fuerza de los liderazgos excepcionales. Con la palabra exenta de toda demagogia y sin embargo cargada de emoción, Mario hizo algo extraordinario: se dirigió a los catalanes y al conjunto de los españoles como adultos. Combinó el afecto con el emplazamiento. No les mandó callar por pedir la prisión de Puigdemont. Eso hubiera sido injusto, y cursi, y condescendiente. Comprendió la angustia de los que llevaban décadas silenciados y maltratados. Y la canalizó hacia donde era necesario. Hacia la defensa de una Cataluña abierta, vibrante, democrática y moderna. Una Cataluña alejada del tribalismo, el sectarismo y la xenofobia. Una Cataluña –una España– dispuesta a encarnar y a defender los tres pilares de la vida civilizada: la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Cuando se piensa en Vargas Llosa la primera palabra que viene a la mente es libertad. Y literatura, claro, pero hoy no hemos venido a hablar de sus libros. Mario es un liberal y también es algo mucho más difícil: un hombre libre. Un adulto que encara la vida sin coartadas ni pretextos. Que desconoce el victimismo. Que no echa la culpa a Dios ni al destino ni a esos misteriosos líquidos que, según algunos sabios de las Ciencias, lo deciden todo por nosotros. Él asume su responsabilidad y actúa, consciente de que la vida es hoy, y única, y breve. Y que, si hay que morir, que sea de pie.
Mario también evoca la igualdad, en un sentido profundo. No como la izquierda, que abandonó la igualdad por la identidad y se ha quedado sin igualdad, sin identidad y, como hemos visto en Andalucía, sin votos.
Ahora bien, precisemos. Por encima de la libertad, por encima de la igualdad, incluso por encima de la literatura, la palabra que mejor define a Mario Vargas Llosa es la fraternidad. La menos citada y sólo aparentemente la menos sexy de la tríada ilustrada. Su actitud ante el 8 de octubre fue la expresión de una disposición intelectual y moral. Mario es, ante todo, un hombre fraterno. Y en ese adjetivo cabe un mundo. Literalmente.
Cabe España, desde luego, como la celebramos esta semana. La España de la Constitución de 1978 es la España de los hermanos reconciliados. Un país que dejó atrás la muerte, el odio y la división. Que se refundó sobre el reconocimiento no sólo de la libertad y la igualdad de todos los españoles, sino también de su condición de hermanos. Hermanos no de sangre. No de raza. De la historia y de la cultura en sentido ancho, ciertamente. Pero sobre todo de la ley. Hermanos de ciudadanía.
Esa manera de entender la fraternidad española es la que está hoy bajo asedio. Desde varios frentes. Y en todos lidia Mario, con pasión pero sin vulgares atajos sentimentales.
Para empezar, la fraternidad de Mario es un antónimo del nacionalismo. Y de la xenofobia. Y de la segregación. Y de esa enajenación moral que lleva a un hombre a calificar a sus conciudadanos como «bestias con forma humana». El hombre fraterno es aquel que es capaz de superar el instinto tribal propio de su naturaleza para mirar al otro con curiosidad, respeto y empatía. Y es también el que contrarresta los intentos de exclusión no con una histérica venganza identitaria, sino con una apelación inclusiva a la común humanidad. Exactamente así es Mario: implacable con todo nacionalismo por pura fraternidad. Por pura civilidad. Porque entiende que los españoles o siguen siendo hermanos en ciudadanía o dejarán de ser ciudadanos.
Segundo. La fraternidad de Mario es también contraria al cainismo, esa vieja manía española de matarse unos a otros. O, como mínimo, de enterrarse en vida. Daba pudor ver anoche a Pablo Iglesias invocar la fraternidad con el puño cerrado y guiños a la autodeterminación… de los ricos. Grotesca incongruencia, merecida derrota. Debería escuchar a Mario. Como tantos. No sé si es paradójico o simplemente sintomático, en todo caso es curioso y maravillosamente oportuno, que una de las voces más claras y constantes en defensa de la Transición exhiba un ligero acento extranjero. Cito una de las tantas ocasiones en que hemos podido oírlo: «Es una monstruosa injusticia que se descalifique la Transición. Ustedes pasaron de la dictadura a la democracia. Del tercermundismo a la prosperidad. De la división a la civilización». Fíjense en sus palabras: de la división a la civilización. La yuxtaposición no es fortuita: sólo fraternos seremos civilizados.
Finalmente, la fraternidad de Mario es el antídoto a un virus que empieza a extenderse de Europa a España. Y que contamina la actitud de muchos españoles hacia América Latina. Me refiero al racismo. Hay que releer la célebre conferencia que Mario dictó hace 35 años en Cartagena de Indias. Es un texto imponente. Y mantiene plena vigencia. Todavía hay quienes aceptan, o incluso promueven, para sus hermanos iberoamericanos lo que jamás tolerarían para sí mismos. Quienes braman contra un dictador muerto hace 43 años mientras se pasean por La Habana con un tirano en activo. Quienes lloran por los sirios mientras dan oxígeno político a un narco-Estado que ha provocado 4 millones de refugiados. Quienes denuncian la «dramática» pobreza infantil en Madrid mientras celebran los «drásticos avances» democráticos y hasta gastronómicos de Venezuela. Tres comidas al día dijo Errejón que hacen los venezolanos gracias a Maduro. Y se felicitó.
Mario calificó este doble rasero moral como «un racismo visceral» y hoy lo sigue combatiendo, con una paciencia admirable. Su lucha es una actualización de Sarmiento: fraternidad o barbarie. No hay fronteras morales.
Acabo ya. A los liberales se nos suele imputar un cierto egoísmo. Mario es la prueba de que el buen liberalismo es cordial y afable y fraterno. Voy más lejos: Mario demuestra que el liberalismo es el gran aliado de la fraternidad. Sólo quien mira y valora al otro como un individuo, y no como parte de un colectivo étnico, sexual o racial, puede tratarlo como un hermano. Es decir, como un igual.
Libertad. Igualdad. Fraternidad. La Revolución francesa alumbró la figura de Marianne como símbolo de los tres principios que han impulsado la etapa de mayor progreso de la humanidad. Y los mejores 40 años españoles. Marianne: mujer valiente y sensual, con una bandera en la mano y los pechos desnudos. La bandera, símbolo de la nación de ciudadanos; los pechos, de la libertad. Qué coincidencia etimológica tan feliz. En esta España extraña, donde los valores republicanos los encarna un Rey y el feminismo patrocina la censura, resulta que Marianne es un hombre y se llama Mario.