La reclasificación de España como “una democracia defectuosa” en el índice democrático de The Economist ha llamado la atención muy justificadamente. Hasta que se agudizó la crisis catalana en 2017, España estaba clasificada como una “democracia plena”, pero se ha producido una relegación principalmente por una reducción de la independencia judicial al no acordarse la renovación del Consejo General del Poder Judicial como marca la Constitución. Si vemos los criterios generales aplicados por este Índice para juzgar la situación de las libertades democráticas, cuestión es aún más preocupante que la que indica la falta de acuerdo para renovar ese órgano de Gobierno de uno de los tres Poderes constitucionales. El índice de democracia liberal de The Economist mide cinco dimensiones: 1) proceso electoral y pluralismo, 2) libertades civiles; 3) funcionamiento de las instituciones; 4) participación política; y 5) cultura política, incluido el grado de corrupción. Quienes vivimos en España sabemos cuán extenso han sido los poderes que se ha arrogado el Gobierno con la excusa de la pandemia y cómo se han silenciado el Parlamento y desobedecido los Tribunales. Quienes tenemos viva la memoria de la Transición estaremos de acuerdo en que la clasificación como “democracia defectuosa” no es injusta.
El Índice positivo asignado por The Economist a las naciones más libres de la Unión Europea no debe tranquilizarnos respecto del futuro de la democracia liberal en nuestro Continente. En efecto, y paradójicamente, las medidas para reparar los daños económicos y sociales causados por la epidemia de covid-19 pueden resultar contraproducentes desde el punto de vista de las libertades.
El “Plan de Recuperación para Europa” puesto en marcha por la Comisión Europea pone en grave peligro nuestro sistema de libre mercado – y lo mismo ocurre con las medidas de reactivación propuestas por el presidente Biden para los EE.UU. Ya de por sí, el insólito aumento de liquidez monetaria está causando un preocupante aumento de la inflación en ambos Continentes, con su secuela de conflictos sociales. Más grave es que el papel atribuido a la Autoridad Comunitaria resulta ser el mismo que el de la Comisión de Planificación de la URSS llamada Gosplan a partir de 1921. No se trata de un nuevo Plan Marshall cuyo fin era que las economías europeas destrozadas por la guerra pudieran importar los recursos indispensables para su reconstrucción, sin que ninguna autoridad les asignase objetivos centralmente definidos. En el caso presente, han diseñado un Plan para transformar nuestra Unión en una economía “sostenible, resiliente, más verde, y más digital”, como si la Comisión tuviese la información y conocimientos necesarios para rediseñar nuestra sociedad a su gusto.
En la URSS, los comisarios del Gosplan empleaban un sistema de ‘balances materiales’ para cuadrar las necesidades y recursos de sus Planes Quinquenales. El Plan de Recuperación del Gosplan bruxelense se propone distribuir nada menos que 2’018 billones de euros para crear (nos prometen) una nueva sociedad sostenible, resiliente, más verde, y más digital sobre la base de su infinita sabiduría. Se jactan de que es “es el mayor paquete de estímulos jamás financiado”. En ambos casos el despilfarro y mala asignación serán inevitables debido a que las cantidades asignadas a cada fin se han decidido nadie sabe con qué criterios. Dicho en términos de teoría económica elemental, en un sistema de cantidades sin precios es metafísicamente imposible obtener la información requerida para asignar recursos aparentemente ilimitados a fines indefinidos.
No imaginaba yo que la epidemia del COVID nos fuese a retraer a la planificación centralizada.