La violencia desatada en Chile es consecuencia directa de la estrategia diseñada en el Foro de Sao Paulo por la izquierda radical para impedir la consolidación de sistemas democráticos en Hispanoamérica. Las revueltas en Perú, Ecuador, Colombia y Chile son consecuencias directas de un programa revolucionario, cuya meta es imponer en la región regímenes totalitarios. Las proclamas de Maduro ante la insurrección chilena (“Vamos mejor de lo que pensábamos”) y de su vicepresidente Diosdado Cabello (“La brisa bolivariana que recorre la región se convertirá en un huracán”) reflejan con claridad meridiana la fuente de los disturbios que desde hace semanas registra América Latina.
En ese contexto, Chile es un objetivo prioritario. Simboliza el éxito del capitalismo democrático frente al estrepitoso y repetido fracaso de los experimentos socialistas. Tiene el mayor PIB per cápita, la mayor movilidad social, la mejor educación, los menores niveles de pobreza y el tercer mejor índice de desarrollo humano de la región. Desde el final de la dictadura pinochetista ha mostrado la superioridad de la democracia liberal y de la economía de mercado frente a las distintas versiones del colectivismo ensayadas por la izquierda en Latinoamérica. Sin duda, el modelo chileno no es perfecto; ninguno lo es, pero ha proporcionado a sus ciudadanos unos niveles de libertad y de prosperidad inigualados en la región.
La victoria de Sebastián Piñera en las elecciones presidenciales en 2018 fue el resultado del acusado declive de la economía registrado durante el mandato de Michelle Bachelet (2014-2018). En ese período, la tasa media de crecimiento del PIB fue de un mediocre 1,7%. Ello no fue solo el efecto de la caída de los precios del cobre, sino de las contrarreformas introducidas por el Gobierno, en especial la tributaria y la laboral. Bachelet se alejó de las prudentes políticas económicas desplegadas por la Concertación desde 1989 para iniciar una acusada deriva izquierdista, impulsada por los sectores más radicales del Partido Socialista y el progresivo ascenso del Partido Comunista.
El programa planteado por el Gobierno de centroderecha chileno (relanzar la actividad económica mediante una agenda de reformas estructurales) se tradujo en un aumento inmediato de la confianza de los consumidores y de las empresas. Chile cerró 2018 con un incremento del PIB del 4% frente al 1,5% registrado en 2017, el más elevado de los últimos seis años. En este contexto de recuperación se desata la ola de violencia que azota el país, precedida por el bloqueo de las iniciativas reformistas del Gabinete por un Congreso dominado por la izquierda. El detonante del estallido fue la decisión de elevar un 3,75% las tarifas del metro en Santiago. Ante esa decisión, una sociedad harta de una lacerante desigualdad se ha echado a la calle. Esta justificación es muy débil.
En Chile, la desigualdad, medida por el coeficiente de Gini, es del 0,45 frente a una media en Latinoamérica del 0,47. De los 18 países de la región Chile, ocupa el puesto 11 en el ranking de desigualdad. Si ese índice se descompone por edades, la desigualdad cae de manera dramática en todas las generaciones nacidas con posterioridad a 1970. Por añadidura, el porcentaje de ciudadanos cuyos ingresos son inferiores al 50% del salario medio es el más bajo de toda la América hispana, el 14,1% frente al 18,8% para el conjunto de la región (Social Panorama of Latin America, Cepal-United Nations, 2018). Dicho esto, es obsceno que una izquierda que ha gobernado 24 de los 30 años desde la restauración de la democracia responsabilice al centroderecha de la deficiente distribución del ingreso.
A la vista de lo expuesto, lo que se está produciendo en Chile es algo diferente a una demanda de mayor justicia social. Se está ante una ofensiva para derribar al Gobierno, abortar la reactivación de la economía e impedir que la derecha continúe en el poder. La actuación de los violentos no tiene rasgo alguno de espontaneidad, sino de una perfecta organización. Sigue la lógica típica de todo este tipo de fenómenos. Un estallido social “descabezado” seguido por una huelga general lanzada por unos sindicatos cuyo control ostenta la izquierda radical, que se solidarizan con los revoltosos frente a la injusticia.
Como era previsible, las medidas contemporizadoras ofrecidas por el Gabinete no han tenido efecto positivo alguno. Al contrario, incentivan la subversión porque son percibidas como una muestra de debilidad. La izquierda cree poder abatir al Ejecutivo y sus concesiones confirman esa conjetura. Esta dramática situación es también el resultado de un hecho relevante: el abandono por la derecha chilena de un discurso ideológico consistente. Se ha limitado a ofrecer una mejor gestión de la economía. Esto es importante, pero no basta para hacer frente a una izquierda de vocación revolucionaria. A esta no cabe oponer solo fórmulas tecnocráticas, sino un ideario capaz de movilizar al país tras un proyecto que no es ni puede ser exclusivamente económico. La derecha chilena ha renunciado a una de sus principales ventajas competitivas: la lucha de las ideas.
En Chile se libra en estos momentos una batalla fundamental cuyo resultado tendrá una enorme relevancia para la evolución de Hispanoamérica. Está en juego el futuro de la democracia liberal en el continente y el frente elegido por la izquierda para desplegar su plan desestabilizador es el país que mejor la representa en la región. En poco tiempo se ha pasado de considerar inevitable el desplome del régimen totalitario venezolano a poner en riesgo la estabilidad del sistema democrático en Chile. El retorno de la izquierda chilena a conductas cuyo recuerdo está en la mente de todos es una pésima notica y un hecho de extraordinaria gravedad.