Señalaba en mi último artículo que, a pesar de las numerosas amenazas que ponen en riesgo su supervivencia, los verdaderos problemas de Occidente se hallan dentro de él mismo. De hecho, el hundimiento del denominado orden liberal internacional nace, en gran medida, de la fragilidad de las democracias liberales que lo sustentan. Y esta, a su vez, obedece a impulsos internos y no externos.
Son numerosas las transformaciones que han experimentado las democracias abiertas en los últimos treinta años. Nuestros generosos Estados de bienestar blindan hoy a los segmentos de población de edades más avanzadas, caladeros fundamentales de votos y beneficiarios netos del sistema, mientras que los más jóvenes difícilmente entran en el mercado de trabajo, pueden adquirir una vivienda o desarrollar sus planes vitales, lo que augura una inminente guerra de edades. Por otro lado, la parasitación marxista de la causa feminista y el revisionismo histórico han derivado en una guerra entre sexos, y también entre nosotros y nuestros antepasados.
A su vez, oleadas consecutivas de inmigrantes hacia Europa y la agenda globalista han llevado a reafirmar la distinción entre “los nuestros” y “el resto”, como cada vez que se han producido desplazamientos poblacionales de grandes proporciones y a gran velocidad. A esto se le une el hecho de que las élites políticas cada vez se alejan más de la realidad que les rodea, menoscabando la razón de ser de la democracia representativa y haciendo que el concepto de ciudadanía haya quedado denostado, vacío de contenido y casi exclusivamente definido en términos de derechos, pero rara vez de obligaciones. Estos no constituyen más que algunos ejemplos de las numerosas líneas de falla que se han abierto y agravado en los últimos tiempos en el seno de las democracias liberales, que cada vez resultan menos democráticas y menos liberales. Así, el concepto de contrato social, entendido en términos burkeanos, entre los vivos, los muertos, y los que están por nacer, parece desintegrarse rápidamente.
Nuestras sociedades están divididas, pero también fragmentadas. La heterogeneidad de las democracias liberales es uno de sus rasgos de identidad, pero el enfrentamiento no habría de serlo, al menos, no desde un plano teórico. Hay quien, sin embargo, señala que este nuevo modus vivendi no se trata sino del resultado lógico del afán por la diversidad. Así lo afirma Patrick Deneen en ¿Por qué ha fracasado el liberalismo? (2018), en el que desarrolla la tesis de que su decadencia procede de su éxito. Una triste paradoja de la que muchos sufren las consecuencias pero que, sin embargo, solo explica parte, y no la totalidad, de la actual encrucijada.
Restan aún dos piezas del puzle. La primera, nuestra entrega incondicional a la prioridad del derecho sobre el bien, entendido como un plan de vida moralmente bueno, deseable, perseguible y defendible ante amenazas externas e internas. No cabe duda de que afirmar lo contrario, una suerte de liberalismo perfeccionista, corre el serio riesgo de desembocar en un paternalismo estatista profundamente antiliberal. No obstante, hay cosas, como analizaba hace unas semanas en una conversación con Pedro Schwartz, que no deberían formar parte de “lo político”. En ese sentido, Schwartz señalaba que hay cuestiones que han de quedar fuera de este ámbito, para pertenecer a la soberanía de cada uno, como nuestros propios planes vitales. Sin embargo, a esta purga o purificación “por debajo”, habría de añadírsele otra “por arriba”, y consagrar otras cuestiones fuera de la hegemonía del consentimiento, que se ha convertido en la nueva regula aurea de Occidente: “Consiento, luego me obligo”.
La abstracción de estos elementos de la batalla política y democrática no consiste en comprometerse in aeternum a su inmutabilidad, sino en someter cualquier cuestión que pueda modificarlos a un profundo proceso de reflexión, quizá imposible con la velocidad de vértigo que adquieren hoy los procesos políticos, económicos y sociales. Y todo ello como mero mecanismo de prudencia para con nuestros conciudadanos y justificación para quienes nos precedieron y nos sucederán. De lo contrario, nuestros bienes más preciados quedan expuestos al relativismo imperante del pueblo y a la instrumentalización por parte de quienes, ávidos de poder, desean capitalizarlos en clave económica o electoral.
Por último, la segunda pieza, que se suma a la atomización del individuo para su posterior control, se trata de la beligerancia de la izquierda revolucionaria, que pretende liquidar un mundo para dar paso a otro mejor a su juicio, dado que considera que el actual es sistémica e intrínsecamente malvado. Y aquí es donde el liberalismo ha fracasado estrepitosamente, pues, como toda filosofía política, tiene cierta elasticidad, pero también un punto de fractura. En este caso, un marxismo desconcertante que, si bien lo creíamos liquidado en 1989 o recluido en la actualidad a ciertos países, puede lograr en medio siglo lo que no han conseguido imperios, Guerras Mundiales, pandemias o ilustraciones: la destrucción de Occidente.
El juicio moral sobre la inherente maldad de Occidente lo emitió Barack Obama en 2008, cuando, en lugar de hablar de gobernar EE.UU., a los pocos días de ganar las elecciones, declaró querer “transformar profundamente América”. Y lo mismo ha sucedido en estos comicios, todavía inconclusos. No han sido elecciones presidenciales, ni tampoco un referéndum sobre Donald Trump (o, al menos, no únicamente), sino un plebiscito sobre si los valores que alumbraron a la nación más poderosa y libre sobre la faz de la tierra son válidos o si, por el contrario, han quedado obsoletos. Ha sido una pugna por conservar, por un lado, o por transformar, por otro.
En definitiva, conviene recordar que una civilización como la nuestra no debe despreciarse a la ligera. Hasta la fecha, Occidente se ha revelado superior a las demás, tanto instrumentalmente, pues ha logrado el mayor desarrollo económico, tecnológico y la mayor prosperidad de la historia, y moralmente, de lo que da fe el hecho de que, bajo esta civilización, ahora en agonía, se hayan conquistado las cotas más altas y una mejor protección de derechos y libertades que bajo ninguna otra. Por estos motivos, la prudencia aconseja que los procesos de transformación se hagan con la pausa y el consenso que merecen, y no a través de la revolución política y la fractura social. De lo contrario, podemos descubrir, cuando cese la tormenta, que las costas a las que arribamos no son mejores, sino peores de las que partimos. La revolución hace tiempo que comenzó, por lo que la verdadera cuestión es “¿podemos cambiar el rumbo?”.