Hace tan solo unos años, el consenso mayoritario entre los expertos y la impresión población en su conjunto se cifraba, sin lugar a dudas, en que, a pesar de coyunturas puntuales, el denominado orden liberal internacional continuaría su periodo de absoluta hegemonía. El paradigma prevalecería y potencias regionales se adherirían a él en gran medida. El crecimiento económico de China y el aumento de su clase media convertiría al gigante asiático en un Japón a gran escala, Rusia seguiría en su deriva autoritaria pero, poco a poco, se acoplaría a un cierto orden regional o internacional, al compás de Europa, e Irán por fin experimentaría una ilustración que transformaría gran parte del mundo musulmán.
Sin embargo, este diagnóstico pertenece ya a una dimensión paralela; a una historia que pudo ser, pero no fue. Rusia invadió Crimea, China militarizó el Mar del Sur, e Irán todavía se trata de uno de los países menos secularizados del planeta. A nivel geoestratégico, la creciente asertividad de Rusia, China e Irán, todos ellos potencias revisionistas, se ha erigido en la tendencia dominante. Sin embargo, esta dinámica multipolar dista mucho de ser nueva, pues, en gran medida, esta arquitectura se levantó con el final de la Guerra Fría. Lo verdaderamente relevante radica en que, por primera vez desde 1945, Occidente no se presenta como un bloque unido para hacer frente a esta presión geopolítica, que también lo es ideológica.
Si se ponen algunos datos sobre el papel, se observa que, en la actualidad, el mundo occidental todavía tiene recursos como para plantar cara a otras potencias hegemónicas y salir victorioso de la contienda. En diciembre de 2019, el PIB de la Unión Europea (UE) era de 16 billones de euros, y el de Estados Unidos, de 19 billones de euros, mientras que la población combinada de ambos superaba los 800 millones de personas (en la UE viven 515 millones de personas, y en Estados Unidos, 330 millones). Este músculo económico y demográfico bastaría para ganar el pulso a las economías y poblaciones de los Estados revisionistas: China (con un PIB de 13 billones de euros y 1400 millones de habitantes), Rusia (1,5 billones de euros y 147 millones de personas) e Irán (380 millones de euros y 82 millones de personas). Y todo ello sin contar con los aliados de Occidente tanto en Asia como Latinoamérica.
A esto podemos añadirle dos ventajas geoestratégicas fundamentales. En primer lugar, la geografía beneficia enormemente a Occidente. Europa es, y seguirá siendo, la puerta de entrada a Eurasia (de ahí el enorme interés de China en la nueva ruta de la seda) y Estados Unidos ocupa una posición privilegiada como “isla continental” desde la que proyectar su ascendiente tanto en el Atlántico, antiguo centro neurálgico de poder, como sobre el Pacífico, actual epicentro geoestratégico. En segundo lugar, Occidente tiene a su disposición la arquitectura internacional diseñada en 1945 (y rediseñada en los 70 y de nuevo en los 90), compuesta por organizaciones multilaterales, y en la que ostenta la mayor cuota de poder, a pesar de la creciente influencia de China y el perenne veto de esta y de Rusia en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Sin embargo, lo primero se reduce a datos sobre el papel, y lo segundo se desmorona rápidamente. Las tasas de crecimiento económico y demográfico no decantan la balanza hacia Occidente, sino hacia Oriente —con permiso de hacia dónde incline el continente africano, el gran reto de este siglo—. El orden liberal internacional nunca fue del todo ordenado, ni liberal, ni mucho menos internacional. Por el contrario, se mostró bastante caótico, relativamente liberal y del todo regional, aunque preponderante; se impuso sobre visiones competidoras y lo logró con gran éxito. Hoy, en cambio, se observa que el desorden aflora, y Occidente ya no constituye un bloque, sino varios. Estados Unidos sufre un explícito retraimiento en sus relaciones atlánticas, la UE pierde Estados miembros por primera vez en su historia, y condena al ostracismo a otros de Europa Oriental, de modo que la fractura del bloque también se verifica intrabloques.
Por su parte, la democracia liberal se tambalea. Estados Unidos, su portaestandarte, se halla sumido en un periodo que, en otra época, muchos catalogarían de preámbulo guerracivilista; en Europa, otorgamos el adjetivo de iliberal o antiliberal con creciente (y preocupante) frecuencia, a la par que lo hacemos con ciertos tintes discriminatorios, restringiendo su uso a cuando gobiernan partidos de derecha, mientras que nos resistimos a utilizarlo cuando tratan de replicarse experiencias bolivarianas en países como España. Por último, todo lo anterior, junto al avance de las potencias revisionistas, motiva que esa influencia internacional (o, al menos, regional) se vea cada vez más reducida.
A su vez, la crisis del coronavirus no ha hecho sino ahondar esta fragilidad de Occidente y del orden liberal que lo vertebra y protege en clave internacional. Ante el avance de la pandemia, algunos hemos observado con estupor cómo hemos imitado a China y no a Taiwán; cómo nuestros políticos y representantes se han decantado por políticas y actitudes pseudoautoritarias, cometiendo un atropello indiscutible a nuestros derechos y libertades, que, además, se ha saldado con un mal resultado en el mejor de los casos, o del todo nefasto en otros. Asimismo, la tensión localista-globalista se ha resuelto a favor de un claro vencedor, del todo predecible: el estatismo. En lugar de dar protagonismo y devolver libertades a la ciudadanía y a la sociedad civil, hemos optado por conceder más poder al Estado o a las organizaciones internacionales, redoblando una apuesta en soberanía y recursos del todo sorprendente a la luz de su esperpéntica eficacia para combatir el virus.
Occidente no es una flor fresca, sino marchita. Y este error en el cálculo realizado hace tan poco tiempo obedece a multitud de factores. Quizá, Occidente se negó a admitir la realidad que le rodeaba, o cayó presa de su propia arrogancia. O tal vez, procesos puntuales desembocaron en detonantes claves para que la historia tomase un nuevo rumbo. Sea como fuere, las causas externas de la creciente irrelevancia de este bloque han de ocupar un segundo plano, pues, si se estudian con atención, las fracturas internas resultan mucho más trascendentes a la hora de explicar este rápido proceso de decadencia. El verdadero problema para Occidente estriba en lo que ha ocurrido y ocurre dentro de nuestras propias sociedades. Una transformación intestina que ha lastrado enormemente el potencial de la democracia liberal y el bloque que estas configuraban, y que, además, ha actuado como catalizador de los problemas externos, agravando una crisis que se acerca rápidamente al punto de no retorno.