Nacido en 1911 en Seattle, George Stigler tuvo la trayectoria característica de los profesionales más destacados del mundo académico norteamericano. Doctor por la Universidad de Chicago, comenzó su carrera en una pequeña institución en Iowa. Tras pasar por diversos centros de estudios superiores, el año 1958 fue nombrado catedrático de la Universidad de Chicago, en una de las épocas más brillantes del departamento de economía de esta institución. Allí coincidió con economistas de la talla de Milton Friedman, Ronald Coase o Gary Becker, por citar sólo algunos de los más relevantes, entre los galardonados con el Nobel.
Sus trabajos de investigación se centraron en las áreas de la microeconomía, la economía de la información –en palabras de Milton Friedman, su aportación más brillante y original al análisis económico–, la organización industrial y la teoría y la práctica de la regulación, temas en los que ejerció una influencia determinante en el mundo profesional y por las que fue galardonado con el premio Nobel de Economía el año 1982.
Stigler, que fue uno de los últimos grandes economistas con una base muy sólida en la historia del pensamiento económico, intentó explicar la forma en la que el sistema capitalista había evolucionado a lo largo del siglo XX y la lógica de algunos resultados que encontraba sorprendentes. Una de las paradojas de la regulación económica es la enorme resistencia que los gobiernos reformadores encuentran en muchas ocasiones cuando intentan eliminarla o, al menos, suprimir algunos de sus aspectos más intervencionistas.
El hecho no tiene, a priori, una explicación sencilla porque, si el intervencionismo y la regulación estatal son con frecuencia ineficientes, ¿cuál es la causa de que se sigan manteniendo? ¿Qué es lo que hace que sea tan difícil derogar medidas de política económica que perjudican a tanta gente, a veces a la gran mayoría de la población de un país, y benefician a un número mucho menor de personas?
Stigler atribuía gran importancia en el diseño de la política económica a la existencia de grupos de interés que, haciendo uso de los órganos de poder del Estado, intentan obtener beneficios a costa de los consumidores o de los contribuyentes. De acuerdo con esta explicación, el objetivo de la regulación no es, en muchos casos, el bien común, sino la defensa de los intereses de aquellos que tienen suficiente fuerza como para influir en el legislador o en el gobierno. La idea es que el regulado a menudo captura al regulador. ¿No resulta extraño –se preguntaba Stigler– que si las empresas y los hombres de negocio son tan poderosos en un país como Estados Unidos, el gobierno intervenga tanto en el funcionamiento de algunos sectores sin su consentimiento? ¿No será que, en muchos casos, son ellos mismos los que promueven la reglamentación en su propio beneficio? La pregunta no ha perdido, en absoluto, actualidad.