Allá por la década de 1880, el padre Félix Sardá escribió un libro que, pese ano ser una obra maestra del ensayo, es aún recordado en nuestros días. Se titula El liberalismo es pecado. El escrito hay que situarlo en la fuerte reacción antiliberal que, en el pensamiento tradicionalista español, generaron la Revolución de 1868 y la Primera República; y presenta al lector una visión muy crítica de todo lo que suponga libertad de conciencia o separación de la iglesia y el Estado. En opinión de su autor, no es aceptable que la gente tenga una moral independiente al margen de una jurisdicción superior a la que todo hombre debería someterse. Para Sardá, la moral tiene un origen externo a la persona y su fuente es Dios. Pero no es difícil formular una crítica al pensamiento liberal en la que se sustituya a la divinidad por el pueblo, el Estado o la corrección política. Y esto es lo que sucede en nuestros días. Gente tan diversa como el Papa Francisco o la izquierda podemita coinciden en que el liberalismo es pecado.
No resulta fácil hoy justificar el socialismo como una forma eficiente de organización económica, ya que sus fracasos son demasiado evidentes. Durante mucho tiempo se habló de que, con el tiempo, era inevitable que los países socialistas superaran a los capitalistas en nivel de vida, ya que ofrecían un modelo de producción y consumo mucho más racional. Hoy estas ideas parecen ridículas y deberían causar bochorno a quienes en algún momento las defendieron. Pero no cabe duda de que el socialismo no ha perdido todas las batallas. Al menos un argumento en su favor sigue vivo: su supuesta superioridad moral. Es imposible negar que los países capitalistas han alcanzado niveles de riqueza y prosperidad muy superiores a los que han conseguido las naciones que implantaron modelos socialistas. Pero se afirma que tal prosperidad se ha conseguido al precio de crear una sociedad inhumana, inaceptable desde el punto de vista de la ética. Y se añade que no es sorprendente que tal cosa suceda: un sistema cuyo objetivo es el bienestar social y se basa en los principios de la solidaridad y la cooperación tiene que ser superior a otro en el que cada persona es maximizadora egoísta de su propia función de utilidad.
Aparentemente nada más lógico. Pero tal conclusión resulta sorprendente para cualquiera que haya conocido la vida en los países socialistas, en los que lejos de encontrar ese mundo cooperativo ideal lo que han visto ha sido sistemas políticos represivos, en los que la solidaridad brilla por su ausencia y en los que los dirigentes políticos actúan en su propio interés de manera no muy diferente a la de los gobernantes y empresarios capitalistas, con la diferencia (eso sí) de que aquéllos actúan sin cortapisas, al no haber instituciones ni normas legales que los controlen.
Lo que ocurre es que, para bien o para mal, todos los hombres tenemos una forma de actuar bastante similar; y es absurdo pensar que quienes controlan el poder en los países socialistas son personas sustancialmente diferentes, movidas por el altruismo y el bienestar de la gente. Pero, si no es distinta la naturaleza de las personas, sí son diferentes las restricciones a las que unas y otras están sometidas. Lo que en una sociedad liberal capitalista se consigue compitiendo en el mercado, en el socialismo se logra formando parte de la élite dominante, la nomenklatura, que constituye la vía al poder y al bienestar material. Y la gente de la calle, que ve que sus posibilidades de mejorar sus condiciones de vida son muy limitadas, maximiza su utilidad realizando el menor esfuerzo posible. No parece, por tanto, que el socialismo destaque tampoco desde el punto de vista de la ética.
Son, sin embargo, estas actitudes, bajo restricciones diferentes, las que determinan la prosperidad y el nivel de vida. Si la eficiencia es la clave para conseguir el éxito -como ocurre en las economías de mercado- la búsqueda del interés propio incrementará la riqueza del país y, por esta vía, toda la sociedad resultará beneficiada-. Si el éxito se logra, en cambio, gracias a los amigos políticos y a las influencias, a buscarlos dedicaremos nuestras mayores energías, sin que la sociedad obtenga ventaja alguna de nuestra estrategia. La corrupción que ha dominado la vida de los países socialistas durante tantos años no es una casualidad. Y la carencia de eficiencia económica acaba mezclándose de manera indisoluble con la falta de moral.