El bendito capitalismo
10 de enero de 2018
Por admin

En 1891, un joven jesuita llamado Heinrich Pesch regresa de un breve exilio en Liverpool. Allí ha asistido a la explotación y la degradación de la clase trabajadora y decide consagrar el resto de su vida al apostolado de “la justicia social”. Esta resolución se concretará en los cinco volúmenes de densa prosa académica de Lehrbuch der Nationalökonomie (Manual de economía política), que constituirán la base ideológica de la Quadragesimo anno —aunque para cuando la encíclica vea la luz, en 1931, Pesch habrá fallecido, exhausto por el esfuerzo de su descomunal empresa.

La formulación de Pesch recibe el nombre de solidarismo y pretendía alumbrar una tercera vía entre el capitalismo y el socialismo. Su tesis no está muy alejada de la que por aquella época exponía Gilbert K. Chesterton, pero ambos autores compartían sobre todo una indisimulada indignación ante los parches habilitados para atajar el terrible sufrimiento que, según ellos, había traído la Revolución industrial. “Hace un tiempo”, escribe Chesterton en Lo que está mal en el mundo (1910), “algunos médicos […] emitieron una orden que aconsejaba llevar el pelo muy corto a las niñas pequeñas. Me refiero, naturalmente, a aquellas niñas cu

 yos padres fueran pobres […] pues en su caso eso supone tener piojos. En consecuencia, los médicos sugieren suprimir el pelo. No parece habérseles ocurrido suprimir los piojos. […] La pequeña golfilla de rubia melena que acaba de pasar junto a mi casa no debe ser afeitada ni lisiada ni alterada; […] todos los reinos de la Tierra deben ser destrozados y mutilados para servirla a ella; los pilares de la sociedad deberán vacilar y los tejados más antiguos desplomarse, pero no habrá de tocarse ni un pelo de su cabeza”.

Hasta ese momento, la única respuesta del Vaticano a la convulsión proletaria había sido Rerum novarum (1891), el documento que inaugura la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), pero para Pesch, Chesterton y otros muchos cristianos sus planteamientos eran especulativos y tibios. “León XIII [el papa que firma la encíclica] no se pronuncia sobre el capitalismo”, dice Martin Rhonheimer. “Manifiesta su inquietud por las personas que lo pasan mal, exige leyes que protejan a los más débiles de lo que considera abusos y reconoce el derecho de los obreros a asociarse, pero no ofrece un modelo económico alternativo. Al contrario, defiende la libertad individual y la propiedad privada, y condena el socialismo”.

Esto cambiará, sin embargo, cuando, Pío XI encomiende a Gustav Gundlach y Oswald von Nell-Breuning, dos discípulos de Pesch, la redacción de Quadragesimo anno. “Publicada en 1931”, sostiene Rhonheimer, “se basaba en la […] suposición de que la causa de la crisis mundial residía en el […] «capitalismo desbocado»; el mercado —venía a decir— no basta 

 como principio regulador, precisa de [una] intervención controladora”. Por primera vez se usaba en un texto de la DSI “la poco clara expresión «justicia social»”, una tarea que debía acometer al Estado ante el fracaso del mercado. “La verdad”, añade Rhonheimer, “es otra bien diferente”.

FASES. Martin Rhonheimer (Zúrich, 1950) enseña ética y filosofía en la Pontifica Universidad de Santa Cruz. Sacerdote y miembro del Opus Dei, es también cofundador y presidente del Austrian Institute of Economics and Social Philosophy de Viena, donde actualmente reside. Los entrecomillados del párrafo anterior no proceden de la charla que mantuve con él en la Fundación Rafael del Pino, sino de “El «malvado capitalismo»: la forma económica del dar”, un artículo escrito en 2014 en respuesta a la invitación de una revista española, pero cuya publicación fue rechazada “después de continuas demoras” por “razones de prudencia y oportunidad”. A Rhonheimer nunca le desvelaron esas razones, pero no le cabe la menor duda de que tienen que ver con su reiterada “crítica de las políticas redistribucionistas” del estado de bienestar.

El artículo lo ha editado finalmente el Centro Diego de Covarrubias en Libertad económica, capitalismo y ética cristiana, una antología de nueve piezas en las que Rhonheimer defiende la economía de mercado y, ocasionalmente, denuncia las lagunas y la inconsistencia de la Iglesia en materia social.

“Se ha intentado construir una continuidad entre las diferentes encíclicas”, dice Rhonheimer, “pero hay varias rupturas”. La primera fue precisamente Quadragesimo anno. Hasta entonces, el catolicismo se inscribía en una larga tradición promercado que se remontaba a la Edad Media. “San Francisco es el patrón de los comerciantes”, le recordó a un periodista del Frankfurter Allgemeine que acababa de observarle que el de Asísdespreciaba a los ricos. Y añadió: “Los franciscanos fundaron bancos, concedían préstamos a quienes 

 los necesitaban y han tenido mucho éxito administrando bienes raíces”.

Durante la presentación de Libertad…, Rhonheimer también tuvo palabras de reconocimiento para la Escuela de Salamanca, cuyas aportaciones sobre el dinero, la inflación o los salarios quedarían desgraciadamente eclipsadas por Adam Smith y los clásicos. “Luis de Molina [un teólogo conquense del siglo XVI] se pregunta qué es una remuneración justa”, explicó Rhonheimer, “y llega a la conclusión de que es aquella que estipulan libremente empleador y empleado y que se corresponde con el servicio prestado, no con lo que el empleado y su familia necesitan para subsistir. Esto sería a lo mejor lo deseable, pero no es económicamente viable. Se puede pagar más por caridad, pero no por justicia”.

El carácter contraintuitivo (y aparentemente incompatible con el Evangelio) de muchas leyes del mercado sumió en la perplejidad a los intelectuales que, como Pesch y Chesterton, contemplaban cómo la miseria se arracimaba en torno a las incipientes fábricas. “En realidad”, dice Rhonheimer, “la gente ya se moría antes de hambre en el campo y por eso huía a la ciudad, donde pasaba menos penalidades. Ahora lo sabemos, pero en el siglo XIX muchos no entendían los procesos que estaban en marcha”. La ignorancia de estos mecanismos “elementales” llevaron a Pío XI a apostar por las teorías de Pesch, hoy totalmente denigradas. “No eran de naturaleza fascista”, puntualiza Rhonheimer, “pero recelaban de las fuerzas del mercado. Las soluciones corporativistas estaban entonces muy de moda. El propio [Franklin Delano] Roosevelt fue un gran admirador de [Benito] Mussolini hasta la invasión de Abisinia [en 1935]”.

En cualquier caso, tras la derrota de Alemania e Italia en la guerra mundial, el solidarismo cae en desgracia y la Iglesia inaugura una tercera fase de su doctrina social, dominada por la acomodación. “Al carecer de 

 concepción propia”, dice Rhonheimer, “ha ido adaptándose a las sucesivas modas. Juan XXIII incorpora las ideas sobre los derechos humanos, algo loable, y sobre el estado de bienestar, algo más discutible.

Pablo VI asume las tesis contra el comercio internacional” que en los 60 pone en boga Raúl Prebisch desde la Cepal (la Comisión Económica para América Latina y el Caribe), y “ahora viene la cosa del clima… La DSI se ha convertido en un epifenómeno de la agenda del momento”, con, si acaso, una única constante: la desconfianza del mercado.

SESGOS. “El registro histórico es claro”, escribe Rhonheimer. “Durante los dos últimos siglos, la economía capitalista […] ha mejorado sostenidamente las condiciones de vida de todos los niveles sociales, siempre y en todo lugar. Por el contrario, todas las versiones del intervencionismo estatal [las] han deteriorado”. Paradójicamente, la mayoría de la gente está convencida de que el mercado es el problema y el Estado la solución. ¿Por qué?

En el capítulo 5 de Libertad…, Rhonheimer cita las investigaciones de Bryan Caplan, un profesor de la Universidad George Mason, que atribuye la mala prensa del capitalismo a cuatro sesgos de percepción. Primero, a nadie le cuesta imaginar a un funcionario asignando recursos, pero es más difícil entender cómo miles de agentes se las arreglan para coordinarse y abastecer las tiendas a partir de las señales que emiten los precios. El economista Paul Seabright cuenta que, poco después de la caída del Muro de Berlín, un burócrata ruso que visitaba Inglaterra le preguntó quién se encargaba del reparto del pan en Londres y se quedó atónito cuando le respondió: “Nadie”.

Segundo, tampoco somos conscientes de que el comercio internacional nos ayuda a especializarnos en aquello que hacemos mejor. Consideramos al fabricante extranjero un ladrón de empleo, cuando es un socio que impulsa la eficiencia global y, por tanto, nos permite disfrutar de bienes y servicios cada vez mejores y más baratos.

Tercero, mientras los puestos de trabajo que la tecnología destruye en un sector saltan a la vista, los que habilita en otros tienden a pasar inadvertidos. Esta asimetría nos impide apreciar el balance positivo del proceso que Joseph Schumpeter bautizó como “destrucción creativa” y que, al arrumbar a los actores menos productivos, constituye el motor más poderoso del progreso.

Cuarto, disponemos de un olfato muy fino para detectar lo que está mal a nuestro alrededor. Ello alimenta la falsa ilusión de que la situación es peor de lo que en realidad es y nos lleva a subestimar el desempeño de la economía. Solo así se justifica que cinco millones de  españoles hayan comprado el 

 relato podemita de que la historia reciente de España ha sido un fracaso. Estos cuatro prejuicios son los responsables de la aversión al mercado, “una pauta”, según Caplan, “profundamente arraigada en el pensamiento humano que durante generaciones ha frustrado a los economistas” y que la Iglesia ha abrazado con ardor. Los papas parecen en particular obsesionados con el tercer sesgo, el de crear y preservar el trabajo, como en seguida se verá.

EL TRABAJO DEL CAPITAL. En sus documentos sociales, la Iglesia señala que el empleo es el destino último de la actividad empresarial. Gaudium et spes (1967) dice que el patrono no puede perseguir “el mero incremento de los productos ni el beneficio ni el poder, sino el servicio del hombre”. Por su parte, Quadragesimo anno sostiene que “el uso de grandes capitales para dar más amplias facilidades al trabajo asalariado […] debe considerarse como la obra más digna de la virtud de la liberalidad”. Finalmente, en Laudato si’ (2015), Francisco reitera que la labor del patrono es fecunda “si entiende que la generación de puestos de trabajo es parte ineludible de su servicio”.

Para Rhonheimer, estos textos revelan una “falta de comprensión” de lo que es el empresario, cuyo cometido no es crear empleos. “La rentabilidad es su ley”, escribe, y es legítimo que así sea porque, para empezar, el beneficio “indica que la producción y los deseos de los consumidores coinciden”. En una economía de mercado no te haces millonario fabricando objetos que nadie quiere; si ganas dinero es porque creas utilidad. Pero es que, además, es falso el antagonismo entre patrono y obrero que postula el marxismo y que la Iglesia parece haber asumido. El dividendo no crece a expensas del salario, como confirma el hecho de que ambos hayan mejorado desde la Revolución industrial. Ni el capitalista es un parásito que se dedica a succionarle la plusvalía al proletario, ni el trabajo del proletario es la única fuente de valor. Este procede en mayor medida del trabajo del capitalista, del emprendedor que, pri

 mero, detecta una necesidad insatisfecha y, después, discurre el procedimiento más eficaz para colmarla. Henry Ford no expolió a sus empleados. Al contrario: les proporcionó una cadena de montaje que multiplicó su productividad y su bienestar.

“El Occidente industrializado, hoy rico”, observa Rhonheimer, “llegó a serlo gracias a [individuos] que querían hacer negocio”. Guiados por la información que les suministraban sus cifras de facturación y beneficio, tomaron decisiones que perseguían el mismo propósito que sus trabajadores: la prosperidad. Patrono y obrero, concluye, no promueven intereses estructuralmente opuestos. No son rivales, son aliados. “Obviamente el empresario necesita a los trabajadores; esto es trivial. Menos trivial es esto otro: si no hubiera empresarios e inversores, las personas […], por diligentes que fueran, apenas estarían en disposición de garantizar su propia supervivencia”.

HUMANO. “Pocas cosas hay tan peligrosas como un economista que solo sabe de economía, excepto tal vez un filósofo moral que no sepa nada de economía”, escribe Peter Boettke, otro egregio miembro de la Escuela Austriaca. La cita se recoge en el prefacio de Libertad… y resume magistralmente el pensamiento de Rhonheimer. “La Iglesia no está para enseñar economía”, dice. “Sus pastores deberían ser cautos a la hora de hacer pronunciamientos, pero lamentablemente callan acerca de cuestiones para las que poseen genuina competencia y se manifiestan acerca de temas que en el fondo no les incumben”. Y me explica cómo una vez le dijo a un cardenal que los políticos no multiplican los panes y los peces. “Este es un mundo de escasez, mientras que el de Jesús es el Reino de los Cielos, de la gracia y la misericordia divina, un mundo de abundancia, cuyas leyes no valen aquí. Pero los teólogos tienen esa tendencia…”

“Habría que rehabilitar la doctrina social previa a Quadragesimo anno”, sigue, “volver a la defensa de la propiedad privada y la libertad, porque son los principios que, en el marco del estado de derecho, han arrancado a la humanidad de la miseria”. Chesterton, Pesch y Pio XI obraban cargados de las mejores intenciones cuando exigían sacudir los pilares de la sociedad, pero carecían de perspectiva. A diferencia de ellos, Rhonheimer puede hoy afirmar que el mercado es “profundamente humano”.

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