Señalaba en mi último artículo que el Covid-19 puede estar avivando sentimientos nacionalistas por todo el mundo. Sin embargo, entendido como una doctrina política que reivindica el derecho de una nacionalidad a la reafirmación de su propia personalidad mediante la autodeterminación política, el nacionalismo puede no tratarse más que de un subproducto de la crisis que vivimos, y limitado a algunos países y contextos. En cambio, podemos estar seguros de que lo que sí está reafirmándose es el estatismo. A la actualidad política me remito.
Y esto sucede, como también apuntaba, por dos motivos fundamentales. Por un lado, porque la arquitectura internacional (y europea) en la que muchos habían depositado sus esperanzas vuelve a resquebrajarse ante una situación adversa, poniendo de relieve su fragilidad, ineficiencia, o pura y simple inoperancia. Por otro, por lo efectivo de la respuesta de cada país en lo relativo a la adopción de medidas ad hoc encaminadas a plantar cara y vencer a la pandemia.
Este risorgimento del Estado-nación ha tenido una espectacular acogida por parte de una amplísima mayoría de la población, al margen de su color político o su sesgo ideológico. En líneas generales, el abrazo a las medidas intervencionistas de cierre de fronteras, etc., por parte de la izquierda se ha visto con gran normalidad, así como el protagonizado por la derecha, pues está escrito en su ADN. Sin embargo, el apoyo de conocidos pensadores y estadistas liberales ha recibido fuertes críticas, las cuales aspiraban a denunciar la incongruencia del argumentario liberal, que, habitualmente, aboga por relegar el Estado a umbrales ínfimos y, en cambio, cuando las circunstancias apremian, reclama el auxilio estatal. No obstante, digo “aspiraban”, dado que lo único que han puesto de manifiesto ha sido su ignorancia sobre aquello que pretendían reprobar.
Y es que, del pensamiento liberal clásico (no así del ideario de otras tribus liberales) se puede extraer alguna conclusión de cara a lidiar con una pandemia como la que nos asola. No parece evidente, quizá, y eso habla del problema de centrarnos casi siempre en la libertad económica, dejando de lado muchos otros aspectos de este riquísimo legado teórico-político. Así, desde la óptica liberal clásica, el Estado ha de existir, principalmente (algunos dirán que en exclusiva), para defender la vida, la libertad y la propiedad privada de sus ciudadanos, en ese estricto orden.
En este sentido, la actuación estatal para combatir el Covid-19, igual que en el caso de un ataque extranjero, se enmarca bajo el derecho (y deber) del Estado a ejercer la violencia o la fuerza para garantizar la protección de la vida de las personas. Porque, si ni siquiera de esto es capaz, ¿de qué sirve? Esto no quita, todo sea dicho, que convenga ahondar en la cuestión concreta de la gestión de una crisis como la actual desde la perspectiva liberal; tanto en el plano teórico como en el de las políticas públicas. A priori, no parece que el virus invasor esté activando una respuesta estatal antiliberal per se. ¿Democracia, dictadura? Hay diferencias superlativas, no cabe duda. Pero, a fin de cuentas, el Estado es el Estado.
No obstante, sí hay motivos de preocupación en tanto y en cuanto dichas actuaciones dañan (de facto o en su legitimidad) a las democracias liberales de las que tanto nos enorgullecemos. No en vano, las draconianas medidas implementadas en numerosos países no distan mucho de las que ha adoptado la siempre denostada China. Es más, en ocasiones, resultan idénticas. Quizá, el mejor ejemplo se encuentre en el confinamiento al que muchos países han llamado (u obligado por ley) a sus ciudadanos. Un confinamiento no solo individual, sino también nacional, dado que se ha complementado con un cierre generalizado de fronteras para impedir la circulación de personas y mercancías. Por no hablar de la famosísima solidaridad europea, que parece hallarse también en cuarentena. Y esto último, que da fe de la anárquica respuesta internacional a la que hacía referencia al inicio, denota que, si algo está en crisis, se trata de un orden liberal que no era tan global como globalista, controlado por una minoría elitista que ahora se refugia en sus respectivos países pidiendo auxilio. En ese sentido, el coronavirus puede constituir el punto final del orden liberal internacional como lo conocemos. Una estructura que, como señala el célebre historiador escocés Niall Ferguson, no es, ni ha sido nunca, ni ordenada, ni liberal, ni internacional. O al menos, no plenamente. ¿Lo será el que emerja de esta crisis?