El adelanto electoral ha arruinado, en mayor o menor medida, la presidencia española de turno del Consejo Europeo.
Sin duda, una oportunidad para significarse en el conjunto del Viejo Continente, en el que las potencias de referencia más el aparato bruselense tienden a asumir todo el protagonismo. Desde los complejos años de la Transición hasta los atentados de 2004 España había ido asumiendo, de manera progresiva, un mayor protagonismo internacional. Si en un principio se trataba de «colocar a España en el lugar que le corresponde», tras décadas de limitado aislamiento, con el tiempo, y tras la incorporación a las Comunidades Europeas y a la Alianza Atlántica, el objetivo pasó ya a ser el de «jugar en primera división». España era un actor real en política europea, en el Magreb y en Iberoamérica, con el telón de fondo de unas relaciones con Estados Unidos basadas en la confianza, gracias a la evolución hacia la moderación de los gobiernos de Felipe González y al compromiso claro con la defensa de la democracia y de los mercados abiertos de los presididos por José María Aznar. Todo ese activo quedó atrás con el giro impuesto por Rodríguez Zapatero.
España se subordinó voluntariamente al eje franco-alemán. Dejó de ser un actor fiable para Estados Unidos y un faro para las repúblicas iberoamericanas, que asistieron con indisimulado asombro al cortejo español a grupos radicales de distinta condición. En el Magreb comenzaron los primeros movimientos en pro de romper el equilibrio entre Marruecos y Argelia en favor del primero. Se resquebrajaban los cimientos de nuestra acción exterior. Se imponía la ideología y el tacticismo sobre el criterio y la profesionalidad. En aquellos días se popularizó la expresión «España menguante», haciendo referencia a los efectos de un triste cambio de ciclo que nos llevaba irremisiblemente hacia la irrelevancia.
Con la llegada de Rajoy se produjo una limitada rectificación. Seguía en pie la Alianza de las Civilizaciones, pero se dejaron atrás ocurrencias y desmanes. El esfuerzo se concentró en Europa, cuando la crisis nos abocaba a la quiebra como consecuencia de la insensata política económica seguida por el Gobierno precedente. No se prestó la debida atención a las relaciones con Estados Unidos e Iberoamérica y, sobre todo, no se aprovechó la situación para animar un debate nacional sobre cuál debía ser el papel de España en el mundo.
Un partido de funcionarios, como históricamente ha venido siendo el Partido Popular, se encuentra incómodo en el terreno de las ideas. El marketing no es lo suyo. Piensa que la ciudadanía va a reconocer el trabajo profesional bien ejecutado. El problema es que, de la misma manera que no es verdad que «el buen paño en el arca se vende», tampoco es cierto que la buena diplomacia sin explicación se asuma. El Partido Popular ha aceptado que su papel es el de poner «la casa en orden» tras un par de legislaturas socialistas, que a la sociedad española le gusta la letra del «relato progre», cuya falsedad condena una y otra vez a la quiebra como si del Guadiana se tratara. Esta vocación de «pagafantas» no es inteligente ni sensata. No es buena para el partido ni, mucho menos, para España.
En un entorno globalizado como el que nos ha tocado vivir, todo lo relevante pasa por la diplomacia. Las decisiones realmente importantes para España se toman en Bruselas y en las cumbres del G7 y G20, que gracias a la irresponsable gestión de Rodríguez Zapatero no cuentan con la participación de España. Sólo si logramos establecer un consenso suficiente sobre cuáles son los intereses nacionales, y cuáles los objetivos a conseguir, nuestra diplomacia podrá trabajar de manera eficiente. Ese consenso o es social o no será. En las democracias de nuestro tiempo la diplomacia ya no es un espacio secuestrado por minorías altamente cualificadas, ni siquiera una política de estado acordada en sede parlamentaria. El liderazgo es fundamental, pero ya no es suficiente.
O el Partido Popular, una vez recuperado el Gobierno de la nación, es capaz de reconstruir, que no de rectificar, la acción exterior española tras un serio debate social, o se verá forzado, cual ejemplar «pagafantas», a volver a «poner la casa en orden» tras los pasos de la izquierda por el Ejecutivo. De ser así estaríamos condenados a la irrelevancia y la imprevisibilidad. Nadie podrá restar mérito a Rodríguez Zapatero por haber trasformado una España dinámica y presente en la escena internacional–gracias a centristas, socialistas y populares– en la «España menguada» de nuestros días. Pero la responsabilidad de su pervivencia ha sido, es y será de los que le sucedan al frente del Gobierno. No se trata de ensoñaciones de grandeza sino, simplemente, de la defensa cotidiana de los intereses nacionales.