Las guerras dejan siempre heridas abiertas que resultan muy difícil de curar. Cuando, durante años, se ha buscado provocar en una nación entera el odio al país enemigo y han muerto cientos de miles de compatriotas, la mayor parte de la gente experimenta deseos de venganza, si su país ha triunfado, y de rencor, si forman parte de los que han perdido. Es algo inevitable; pero es responsabilidad de los gobernantes contribuir a superar esta mentalidad de enfrentamiento a muerte. Sin embargo, esto no siempre ocurre. Y el Tratado de Versalles, con el que se cerró -al menos formalmente- la Primera Guerra Mundial es un buen ejemplo de cómo un comportamiento lamentable de determinados dirigentes políticos, en vez de sentar las bases para la paz futura, creó las condiciones para un nuevo enfrentamiento bélico en años posteriores.
El 28 de junio de 1919, exactamente cinco años después del asesinato de Sarajevo que dio origen a la guerra, se firmó en Versalles, en las inmediaciones de París, el acuerdo de paz con el que, formalmente, terminaba la contienda. El artículo más importante de este documento era, sin duda, el 231, que establecía que “Los gobiernos aliados y asociados afirman, y Alemania acepta, la responsabilidad de Alemania y sus aliados por causar todas las pérdidas y daños a los que los gobiernos aliados y asociados y sus ciudadanos han sido sometidos como consecuencia de la guerra que les fue impuesta por la agresión de Alemania y sus aliados”. La idea principal contenida en este artículo, la responsabilidad plena de Alemania en el desencadenamiento de la guerra, era absolutamente falsa. Como vimos en el artículo anterior, el origen próximo de la contienda estuvo en el enfrentamiento de Austria y Serbia en los Balcanes, al que Alemania se vio arrastrada al igual que otras potencias. Pero cargar todas las culpas sobre Alemania significaba mucho más que una condena moral. Como consecuencia del acuerdo -que los alemanes, con bastante lógica, consideraron como una auténtica imposición- se obligaba a Alemania a pagar unas indemnizaciones de guerra desmesuradas a los países vencedores.
Siguiendo la consigna francesa Le boche palera (Los alemanes pagarán) se fijaron pagos de una cuantía imposible de satisfacer en la práctica, que llevaron al gobierno de la República de Weimar -creada tras la caída del imperio germano- a obtener créditos en el exterior, que de poco sirvieron; y determinaron la ocurrencia de dos hechos muy graves que condicionarían el futuro de Alemania a lo largo de los años siguientes: la ocupación militar de la cuenca del Ruhr por tropas de Francia y Bélgica y la hiperinflación de 1923. Los resultados frieron nefastos, y sin estos hechos, no se puede entender la llegada de Hitler al poder y la Segunda Guerra Mundial.
Pero ni siquiera todos los vencedores se sintieron satisfechos con estos acuerdos. El caso más claro es el de Italia, cuyas demandas de expansión territorial no fueron plenamente aceptadas por las otras potencias. Si la entrada de Italia en la guerra fue un grave error, que causó muchos miles de muertos y grandes costes para el país, el hecho de que se rechazaran sus ambiciones en Istria y Dalmacia y no se le entregara una parte de las colonias alemanas, significó el auge de las ideas nacionalistas que acabaron desembocando en la Marcha sobre Roma y en el establecimiento del régimen fascista. No es casualidad que fuera en países en los que la población, además de sufrir los efectos de la contienda, se sintió más engañada y decepcionada, triunfaran movimientos nacionalistas autoritarios.
Keynes, quien con los años sería el economista de mayor predicamento de Europa y conoció de primera mano las negociaciones del Tratado, definió a éste como una “paz cartaginesa”, haciendo referencia a las duras condiciones que Roma impuso a Cartago tras las guerras púnicas. Pero una paz cartaginesa sólo puede mantenerse si se aniquila por completo al adversario, como hicieron los romanos en su día. Si no es así, las ansias de revancha del vencido acaban generando nuevos enfrentamientos. Y esto fue lo que sucedió en Europa. Lo que realmente se consiguió en Versalles en 1919 no fue una paz duradera, sino una tregua que duró veinte años, va que en septiembre de 1939 empezó la Segunda Guerra mundial, que muchos historiadores consideran realmente como la continuación de la Primera.