Las elecciones generales del próximo 10 de noviembre, salvo sorpresa, auguran un resultado similar al actual, esto es, la inexistencia de una mayoría absoluta en ninguno de los (para simplificar) dos bloques en litigio. Esto planteará un problema de gobernabilidad o de falta de estabilidad en una coyuntura económica definida por un progresivo debilitamiento del crecimiento del PIB que se acentuará en los trimestres venideros. La economía española se encamina hacia una situación de estancamiento y no es descartable la hipótesis de una recesión en el horizonte de finales de 2020 o de 2021. Esta conjetura quizá parezca alarmista o, como es habitual, poco patriótica, pero tiene unas elevadas posibilidades de materialización.
Ante este panorama y con la previsible ausencia de una mayoría parlamentaria de uno u otro bloque se planteará la conveniencia de realizar algún tipo de acuerdo entre los dos grandes partidos del sistema, PP y PSOE. Esta fórmula es siempre atractiva y se le asignan facultades taumatúrgicas, cual si fuese un bálsamo de Fierabrás capaz de curar todos los males. Además, la propuesta resulta muy vendible: las formaciones políticas supeditan sus intereses a los generales del país, muestran sentido del Estado. Sin embargo, este planteamiento es incorrecto y puede tener consecuencias indeseadas e indeseables.
De entrada, las soluciones estilo gran coalición o sus sucedáneos exigen la existencia de un mínimo común denominador entre quienes las pactan. Ese fue el caso del Gabinete CDU-SPD, la Grosse Koalition, en Alemania en donde la distancia ideológica y programática entre democristianos y socialdemócratas no era muy grande. Este no es el caso de España, en el que los socialistas y los populares tienen posiciones muy distintas, por no decir diametralmente opuestas, en su aproximación a cuestiones básicas de la agenda nacional y en su forma de abordarlas.
En el plano de la economía, las distancias entre el PP y el PSOE son mayores que nunca. Sus estrategias para reducir el déficit son incompatibles, su concepción de las reformas estructurales divergente… Los ejemplos podrían extenderse cuasi al infinito. De ahí se deduce la imposibilidad de llegar a un consenso básico sobre dos puntos esenciales: cómo se acomete la estrategia de disminución del endeudamiento del sector público y qué programa reformista hay que aplicar. Esto conduce a la imposibilidad de acordar un plan económico con una mínima consistencia capaz de ser creíble y generar confianza.
En esas condiciones, un hipotético acuerdo solo conduciría a crear un engendro, incapaz de afrontar con éxito la crisis venidera y que además privaría al sistema político de una oposición que encarne una alternativa de cambio. El PP no puede aceptar la subida de impuestos ni el PSOE renunciar a ella. El PP no puede asumir el aumento del gasto público ni el PSOE desistir de ello. Etcétera. Tampoco el centroderecha ha de facilitar con su abstención la constitución de un Gobierno minoritario cuya destitución sería inviable, dada la moción de censura constructiva establecida en la Constitución, y que con la presumible colaboración del resto de la izquierda y de sus compañeros de viaje tendría la oportunidad de poner en marcha medidas contrarias a las que necesita la economía española.
La estabilidad gubernamental no es una garantía de nada ni es un bien en sí misma. Un Gabinete estable será nefasto si aplica políticas económicas nefastas. De hecho, la incapacidad del Gobierno en funciones de llevar adelante sus principales propuestas en el ámbito de la economía ha sido la causa determinante de que aquella no vaya peor. La desaceleración no ha resultado más intensa porque el PSOE no ha podido poner en marcha el grueso de sus iniciativas. Si lo hubiese hecho, la pérdida de ritmo de la actividad económica había sido mucho mayor. Desde una óptica sistémica, cualquier pacto, tácito o expreso, entre socialistas y populares resucitaría la proclama populista “son lo mismo”. Esto sería muy negativo para el devenir político de España, ya que la alternativa volvería a desplazarse hacia los extremos o hacia los viejos-nuevos partidos.
Esta deriva se agudizaría en el supuesto, real, de un empeoramiento sustancial del escenario económico. De hecho, la experiencia española reciente avala esa afirmación con una extraordinaria contundencia. Sería absurdo e irresponsable reeditar esa situación. Cualquier gran acuerdo entre los partidos dominantes en un sistema político depende de dos variables básicas: una, que ya se ha comentado, sería la existencia de una brecha de idearios entre los contratantes baja, y dos, la inexistencia de formaciones relevantes a su izquierda y a su derecha.
Si se quiere emplear un cierto cinismo con tintes maquiavélicos, iniciativas como la descrita arrojan siempre un resultado idéntico. Cuando funcionan, benefician siempre al partido que lidera el Gobierno; cuando no lo hacen, perjudican a ambos. Solo hay un caso de gran coalición que se tradujera en una victoria electoral posterior del partido menor del arreglo, la Grosse Koalition de 1966 a 1970. Por cierto, el triunfo del SPD se produjo tras dos décadas conservadoras y con una socialdemocracia más bien social-liberal. El moderado Brandt sustituyó al moderado Kiesinger. No tenían en sus flancos ningún competidor.
Para terminar, España está en una coyuntura con una sola salida porque solo hay una política capaz de hacer frente a un escenario crítico. Sin una estrategia de recorte del binomio déficit-deuda que no recaiga sobre aumentos de impuestos y sin un programa de agresivas reformas estructurales, la economía española está abocada a un negro panorama. Ya no caben atajos, trampas en el solitario ni fugas hacia adelante. El problema es que las opciones para instrumentar esa terapia parecen difíciles a la vista de los presumibles resultados de los comicios del 10-N. Así pues, prepárense.