La política tiene los incentivos perfectos para crear seguidores orgullosamente acríticos con sus partidos. Así lo muestran no solo regímenes políticos tan deleznables como las autocracias, sino también democracias como la española.
La irracionalidad. Ese es probablemente el rasgo más similar que tiene el ser humano respecto a los animales. Si bien, como decía Aristóteles, lo propio del hombre es la razón, no la utilizamos siempre que debiéramos y, desde luego, no la llevamos a su máximo esplendor. Así, podemos comprobar fácilmente, tan solo entrando en una red social o teniendo una común conversación con nuestros amigos, cómo, en determinados asuntos, nos dejamos llevar más por la embestida disfrazada bajo una aparente reflexión que por el verdadero razonamiento de aquello que se defiende. Temas como la política son demasiado pasionales como para respaldarlos con argumentos, pues no se ejerce a través de la evidencia ni del debate real, sino de los sentimientos y del teatro para llegar al corazón (que no al cerebro) del votante. Ya lo dijo Iván Redondo: “Son los sentimientos, estúpido”.
Sé que a algunos les parecerá que esta afirmación no es justa. “Hay políticos bienintencionados”, alegarán. No hay duda. Sin embargo, todos ellos (tanto los más rectos de moral como los menos) están sujetos a unas reglas implícitas. Se tratan de las reglas del juego y, si quieren jugar al mismo nivel que sus rivales (y ser verdaderamente sus rivales) habrán de seguirlas. Algunas de estas normas implican, por ejemplo, poner la verdad por debajo del favor del potencial votante, o aceptar el cambio de unos postulados por otros necesarios para convertirse en un partido de mayoría. Al final, si todos se benefician de esta permisividad (de la que, en gran parte, tiene culpa el votante medio), uno no puede esperar no seguir las implícitas reglas del juego y salir bien parado.
¿Se les ocurre algún partido que haya cambiado varias veces de parecer en escasos cuatro años? Probablemente no, y eso se debe a que los partidos están hechos para defender una ideología, y las ideologías se hallan en constante guerra con la ciencia y la realidad, pues defienden unas premisas independientemente de las circunstancias en las que se desarrollen, mientras que las segundas se paran a pensar qué se debe hacer en cada momento, sin miedo a admitir el error propio.
Los partidos están hechos para defender una ideología, y estas se hallan en constante guerra con la realidad
Frente a este hecho, no es la realidad, evidentemente, la que debe modificarse, sino nuestra actitud hacia la clase política. Por ejemplo, diversos estudiosos han concluido que los votantes castigan más la corrupción en tiempos de recesión que en los de bonanza. ¿Somos egoístas por naturaleza? ¿Nos importa el bien? ¿Y el mal? ¿O acaso solo nos interesa aquello que nos afecta directamente? Son algunas de las reflexiones por las que tendríamos que empezar a cuestionarnos; en primer lugar, a nosotros mismos, pues es en mayor medida nuestra culpa que nuestros representantes se den el lujo de tratarnos como ignorantes, con razones fundadas para actuar así. Puede resultar difícil de asimilar en un primer momento, pero la mayoría de votantes, por no decir todos, no disponen de los conocimientos suficientes como para hablar con rigor sobre todo punto de un programa electoral. Ya que esto es así, al menos hagámonos a nosotros mismos y a nuestros compatriotas el favor de escuchar a los expertos en cada materia y decidir a quién apoyar, si es que decidimos apoyar a alguien, con base en la evidencia y la verdad.
La política está diseñada en buena parte para crear verdaderos fanáticos que sigan a un partido hasta el fin, aunque sea a un acantilado. Constituye un deber de los ciudadanos reflexionar acerca de la veracidad de las afirmaciones de sus representantes y aceptar que no saben acerca de todo aquello de lo que se ocupa la política. Se atribuye a Juncker, expresidente de la Comisión Europea, la siguiente frase: “Sabemos lo que hay que hacer, pero no cómo ganar las próximas elecciones (si lo hacemos)”. Quizá esté ahí parte de la solución: necesitamos políticos que sepan afirmar lo que es correcto, aun sabiendo que van a perder votos por ello. Puede que parezca utópico, pero se trata de un requisito necesario para una política decente.