Parece que Winston Churchill dijo una vez que la democracia es la peor forma de gobierno, con la excepción de todas las otras formas que han sido probadas de vez en cuando. Y, cuando hablaba de democracia, se refería a la democracia liberal, en el marco de una economía de mercado; no a los nuevos sentidos que adoptaría después el término. La frase siempre me ha parecido inteligente, y creo que resulta muy pertinente en la curiosa situación política en la que se encuentra España en estos momentos.
A lo largo de muchos años se ha dado en llamar en este país a las elecciones la “fiesta de la Democracia”. Ignoro cuántos de mis lectores fueron a votar el pasado 20 de diciembre con espíritu festivo. Me temo que muchos españoles –yo entre ellos– no teníamos interés en festejar nada y votamos, plenamente de acuerdo con Churchill, pensando: esto no va bien, pero lo otro será, seguramente, peor. Tal vez uno de nuestros problemas sea que durante demasiado tiempo hemos pensado que la democracia era una magnífica institución y que quien la criticara era merecedor de todas las penas del infierno. Nuestro pasado ayuda, sin duda, a explicar esta ingenuidad. Pero el hecho de que el general permaneciera casi 40 años en el poder no justifica que se mire a nuestro poco brillante Parlamento como una especie de bálsamo de Fierabrás capaz de curar todas las dolencias del país, que, por lo que se ve, no son pocas.
Deberíamos ser conscientes, en cambio, de que las instituciones del Estado no están para solucionar nuestros problemas particulares ni para garantizarnos que tengamos una casa o un puesto de trabajo bien remunerado. En realidad, la democracia es un sistema de instituciones que sirve –o debería servir– para dos cosas. La primera, para adoptar decisiones de carácter colectivo a partir de preferencias individuales muy diferentes. La segunda, para defender a los ciudadanos en el ejercicio de su libertad y protegerlos del Gobierno mediante normas que impidan que quien ocupa el poder abuse de quienes no lo tienen; y permitir que éstos últimos puedan cambiar a los gobernantes sin violencia. Lograr esto supone, realmente, un logro extraordinario. Pedir más a la democracia tiene el riesgo de que, para conseguir hipotéticos ideales, se acabe renunciando a sus objetivos básicos.
Es posible que tuviera razón Condorcet cuando afirmó que, a medida que aumentan el número de personas que intervienen en la toma de decisiones, si la probabilidad independiente de que cada una opte por la solución correcta es superior a 0,5, el riesgo de error en la decisión colectiva se reduce. Pero esto no significa que 20 ó 30 millones de votantes no puedan llegar a soluciones con poco sentido. Digámoslo claramente: la democracia española funciona mal, y lleva funcionando mal largo tiempo. Es indudable que mucha gente acepta hoy esta opinión; y, de hecho, parece que la idea se ha convertido en uno de los eslóganes de quienes plantean cambios sustanciales en nuestro sistema político. El problema es, desde luego, cómo lograr que las instituciones de la democracia funcionen mejor.
Y en este punto nos encontramos con una reacción típicamente hispana: si algo no funciona, cambiemos la ley que lo regula. En nuestro caso, como lo que no funciona bien son las instituciones políticas, cambiemos la Constitución. Volvamos a Churchill. La actual Constitución española dista de ser perfecta. Tiene, desde sus orígenes, errores graves, algunos de los cuales han creado problemas que aún hoy no somos capaces de resolver. Pero, durante mucho tiempo, la opinión dominante en el país era que se trataba de una Constitución magnífica, envidia de propios y extraños. Luego la opinión cambió radicalmente. Sin embargo, habría sido más sensato pensar, desde el primer momento: bueno, esto es lo que hay; tiene muchos defectos, pero vamos a intentar arreglar lo que se pueda y a tratar de que las cosas funcionen lo menos mal posible… porque este país es lo que es, y en su actual situación es probable que el cambio por el que tanta gente clama acabe dejándonos peor de lo que estamos.
Sin proyecto claro
Lo más curioso es que ni siquiera ha quedado claro lo que se quiere cambiar. Al menos, yo no he sido capaz de entenderlo aún. Un partido dice que hay que ir a una Constitución federal, sin que, hasta la fecha, hayamos conseguido saber qué hay tras esa idea… si es que hay algo. Otros afirman que aún no pueden decir qué hay que cambiar, porque eso lo tienen que decidir la gente y las asambleas de ciudadanos. Algún grupo quiere crear una especie de Albania en el Nordeste, que les aleje tanto del centralismo mesetario como de los males del capitalismo que nos oprime… etc, etc, etc.
Me comentaba un amigo hace unos días que lo que hemos tenido en España desde 1978 ha sido una segunda versión de la Restauración, con gobiernos de Cánovas y Sagasta y caciquismo incluidos. Es posible, fue mi respuesta. Pero –añadí– la Restauración, a pesar de todos sus defectos, fue el sistema político menos malo que tuvo España en el siglo que transcurrió entre 1876 y 1975. Porque lo que vino después –Dictadura de Primo de Rivera, Segunda República y Movimiento Nacional– funcionó aún peor.