Hace unos días tenía lugar la primera sesión de control al Gobierno de este nuevo año. Hubo una intervención especialmente llamativa. Uno de los vicepresidentes, Pablo Iglesias, tomó la palabra e hizo una argumentada reflexión sobre los problemas de adoctrinamiento social que derivan del poder de los medios de comunicación. Como era de esperar, frente a sus palabras surgieron voces de la bancada opuesta que menospreciaron su discurso tratando de tirar por tierra su tesis.
Por un lado, resulta sorprendente la actitud de los diputados que utilizaron su turno de respuesta para negar sin reserva alguna el problema que planteaba Iglesias, cuando la denuncia general que realizaba parecía bastante razonable. No en vano, el poder mediático en nuestro país, y en la mayoría de ellos, está convirtiéndose en una tiranía que merma la capacidad crítica de los ciudadanos. A fuerza de insistir, muchos acabamos pensando en lo que otros dicen que pensemos. Un problema de suma importancia tanto para la izquierda como para la derecha, ya que a nadie le gusta que se metan en su cabeza y en la de los demás, ni que le manipulen con ideas que en ningún momento ha aceptado conscientemente. Sin embargo, y a pesar de coincidir con el fundador de Podemos en su diagnóstico general, tampoco es posible asentir plenamente ante él.
La razón puede estribar en que la fuerza del alegato de Iglesias se perdía por la separación entre lo que él pronunciaba y el modus operandi de su partido a este respecto. La ejemplaridad, que debe dar consistencia y dignidad al contenido de un discurso, lamentablemente no respaldaba las palabras del vicepresidente, puesto que de todos es sabido que la formación morada tiene un gabinete de comunicación que pone gran empeño en promover, legitimar e implementar políticas bien cargadas ideológicamente.
La verdad existe en postulados, pero solo arrebata cuando se encarna
No obstante, la respuesta de sus contrarios políticos tampoco merece aplauso. Desde el instante en que estos se posicionaron irracionalmente en contra de toda la intervención de Iglesias mostraron una falta evidente de honestidad en el diálogo y ausencia de humildad para reconocer aquellos aspectos del análisis que cabían bajo la etiqueta de ‘preocupación común’ y que podrían haberse convertido en tierra de encuentro.
La ejemplaridad, en palabras de Javier Gomá, “es un ideal de indulgencia, benevolencia y dignidad”. Cuando esta falta como fundamento de la retórica, la capacidad de imantar y despertar al que escucha se limita mucho. La verdad existe en postulados, pero solo arrebata cuando se encarna. Por este motivo, la alocución del vicepresidente resultaba algo molesta. Sin embargo, Gomá añade también que la virtud de la ejemplaridad “no debe utilizarse como instrumento de anulación del rival político; entonces —dice— se desvirtúa y se transforma en una ejemplaridad antipática”. Si bien la falta de ejemplaridad del primero constituyó un obstáculo para transmitir su mensaje eficazmente, la falta de humildad de los otros se convirtió en instrumento que acabó con cualquier posibilidad de diálogo.
De nuevo, nos hallamos ante una realidad política poco virtuosa. El conflicto no surge por la normal confrontación que trae consigo un auténtico debate, sino más bien por el músculo flácido de una virtud abandonada. La ejemplaridad y la humildad quieren confluir en el Parlamento. Y seguro que muchos de los diputados que nos representan en la Cámara Baja estarían dispuestos a crecer en esas virtudes. Sin embargo, el camino hacia su conquista empieza por uno mismo. No se puede señalar la paja en el ojo ajeno si no se percibe primero la viga en el propio. Solo habrá encuentro cuando nos despojemos del moralismo, al que nada le interesa el examen de conciencia. “¿Quieres mejorar la sociedad?”, podríamos preguntar a cualquiera de nuestros políticos. “Empieza por mejorarte a ti mismo”.