En una nueva sesión del ciclo Opinión Pública en el siglo XXI, Fundación Civismo ha contado con la participación del reconocido periodista y ensayista Cristian Campos, autor del libro Me gusta la fruta, para reflexionar críticamente sobre el estado del debate político y mediático en la España contemporánea.
Campos ha apuntado que los periodistas ya no influyen como antes, porque el público ha migrado fuera de su órbita. «El periodismo se ha convertido en una burbuja con una capacidad de incidencia cada vez más limitada», advierte. Esta pérdida de autoridad, sin embargo, no se debe solo a los medios, sino también a un público que ha cedido a la lógica de la polarización y ya no busca información, sino confirmación. Los lectores prefieren medios militantes que refuercen sus convicciones, y perciben la moderación como falta de personalidad.
En este escenario, el periodismo se enfrenta a un dilema decisivo: adaptarse al ecosistema actual, dominado por el ruido, la banalización y la lógica de la atención, o aferrarse al ideal del periodismo tradicional, aunque cada vez más marginal. Hoy, competir en el espacio mediático supone provocar reacciones viscerales, y la política tampoco escapa a esta lógica del espectáculo. Campos, que acaba de publicar un libro sobre Isabel Díaz Ayuso, pone como ejemplo el célebre “me gusta la fruta”, expresión que sintetiza una nueva forma de hacer política basada en la agresividad retórica, el desprecio al adversario y el cálculo comunicativo. Mientras sectores del Partido Popular siguen anclados en fórmulas de comunicación de los años ochenta, Ayuso –al igual que Pedro Sánchez o Pablo Iglesias– ha comprendido el signo de los tiempos. No se trata ya de ideologías, sino de estilos de comunicación emocionalmente eficaces.
El eje clásico izquierda-derecha ha sido desplazado por una nueva dicotomía: políticos que hacen cosas frente a políticos que no generan expectativas de cambio. La retórica, más que el contenido, se convierte en el principal vehículo de identificación. Pedro Sánchez, aunque sin capacidad legislativa efectiva, transmite la imagen de ser un dirigente que “rompe”, que “hace cosas”, y eso basta para consolidar apoyos. El PP, en cambio, ofrece seriedad, pero no proyecto; no logra ofrecer un horizonte reconocible al votante. En este impasse, el votante dúctil ha desaparecido (si es que alguna vez existió). El paradigma electoral ha cambiado: ya no es necesario alcanzar el 45 % para gobernar, basta con movilizar un 30 % que vote en bloque. La estrategia ya no pasa por convencer a los otros, sino por radicalizar a los propios.
La sesión concluye sin ofrecer respuestas fáciles, pero sí preguntas urgentes: ¿puede sobrevivir el periodismo sin sucumbir al espectáculo? ¿Es posible una política que informe sin dividir, que emocione sin degradar el debate público? En tiempos en los que las emociones pesan más que las ideas, el verdadero reto no es solo comprender el nuevo lenguaje político, sino preguntarnos qué tipo de conversación democrática estamos dispuestos a sostener.