La OCDE confirmó hace unos días su expectativa de que empeore el crecimiento de la economía española, con una bajada en octubre de 18 centésimas en el indicador compuesto avanzado, hasta los 98,58 puntos; por debajo, por tanto, de los 100 que marca la media de largo plazo. Se trata del mayor descenso mensual de todo el año que lleva deteriorándose este indicador, así como del tercer mayor retroceso de los países de la OCDE.
En situaciones de incertidumbre y miedo frente una desaceleración que puede derivar en recesión, a menudo se aboga por la fiscalidad como incentivo a la inversión y el empleo, por la eliminación de trabas administrativas y burocráticas para dinamizar la creación de empresas, etc. Sin embargo, no se suele remarcar la importancia que reviste un buen funcionamiento de la Administración de Justicia para la actividad económica. Esto resulta especialmente preocupante, dado que, en nuestro país, esta es tremendamente ineficiente. Así lo señalamos en el reciente informe de Civismo Esclerosis Judicial en España, que mide la eficiencia de los juzgados y tribunales a la hora de impartir justicia a través de múltiples indicadores. A saber, las tasas de resolución, pendencia y congestión.
El estudio, centrado especialmente en la jurisdicción civil, muestra que el porcentaje de casos resueltos por la Justicia española fue del 69,05% en 2018, aunque con amplias diferencias entre los órdenes jurisdiccionales, desde el 53,17% del contencioso-administrativo hasta el 82,11% del penal. Esta baja proporción, si se la compara con la mayoría de países de nuestro entorno, además de poner de manifiesto un deficiente rendimiento de uno de los pilares del Estado de derecho, sitúa a España en una posición de mayor vulnerabilidad ante panoramas económicos negativos. Este es sobre todo el caso de la jurisdicción mercantil, donde uno de cada dos casos quedó sin resolver en 2018 (45,78%). En cuanto a la evolución de estos indicadores, se aprecia que, en los últimos doce años, aquellos en los que las tasas de pendencia y congestión fueron mayores, y la de resolución alcanzó mínimos, coincidieron precisamente con los más agudos de la crisis económica, entre 2008 y 2013. A partir de ese ejercicio, se observa una tendencia positiva, que se trunca de nuevo en 2017. Viraje muy alarmante, ya que la dotación presupuestaria de la Administración de Justicia ha crecido de forma ininterrumpida desde 2014, mientras que la ligitiosidad se ha reducido notablemente en los últimos años. Así, si esta era de 222,2 casos por 1.000 habitantes en 2014, en 2016 se cifraba en 145,5; y en 2018, en 128,2.
La cuestión de la eficiencia en el gasto público tiene una vertiente normativa y otra instrumental. La primera radica en que este gasto, que no resulta posible sin detraer riqueza de los ciudadanos (presente a través de impuestos, o futura por medio de deuda pública), siempre ha de ser eficiente, si bien los incentivos para ello por parte del Estado se antojan ínfimos. Pero, además, atendiendo a la segunda de las vertientes, la Administración de Justicia precisa de una mayor eficiencia en su funcionamiento por la situación actual de nuestro país, tanto por el cariz que está adquiriendo en un contexto mediático a raíz de sentencias de relieve como la del Procés, los ERE, Franco, etc., como por la coyuntura económica internacional en que nos encontramos.
En esta línea, una serie de reformas del sistema judicial resultarían del todo pertinentes. Entre otras, la de una Ley de Enjuiciamiento Civil a la sazón demasiado garantista, que se recurra más a los mecanismos alternativos de resolución de conflictos, o la delegación de competencias de los juzgados y tribunales relativas a la jurisdicción voluntaria. Todo ello contribuiría a dotar de mayor eficiencia a una Administración de Justicia muy necesitada de ella. Máxime a la vista de las curvas que vienen en el panorama económico. Una Justicia esclerótica difícilmente podrá sortear los obstáculos que se vislumbran en el horizonte.