El 16 de abril de 2015, a mediodía, unos colegas del diario El País le dijeron a la mujer de Rato: «Vete a casa, van a detener a Rodrigo». En el portal del edificio esperaban ya otros periodistas, afilando el ángulo y los adjetivos. Alguno de ellos confesaría después que el origen del chivatazo había sido el gabinete de la vicepresidenta del Gobierno: «Nos avisó María Pico». Do ut des. La policía llegó sobre las cinco y, con ella, el shock y el share. Ninguna imagen refleja mejor la percibida podredumbre española que la del ex ministro de Economía y vicepresidente del Gobierno cazado por el cogote. Pero la acusación que justificó su enfática detención —el delito de alzamiento de bienes— decayó a los 15 días: la Audiencia Provincial de Madrid nunca la asumió. Más prudente —pusilánime, diría el justiciero—, prefirió ceñirse a los hechos. Los indicios de fraude fiscal habían sido aireados por el propio ministro de Justicia en prime time. Rato se había acogido a la amnistía de Montoro. Es decir, previamente había defraudado a Hacienda y Hacienda somos todos. Un oprobio para España y especialmente para el Partido Popular.
Lo que vino después es a la vez complejo y conocido. Una sucesión nauseabunda de blacks, bankias, datos y conjeturas cuyo resultado es la degradación de Rato a símbolo de la corrupción. Obsceno. Inmoral. Ruin. Despreciable. Indecente… Pobre del editorialista que aspire a impresionar a sus lectores con una valoración de la conducta del ángel caído: el diccionario está agotado. Pero sobre todo pobre del escéptico que, ante la lapidación de un animal inerme, se pregunte por la diferencia entre la categoría y el hecho. Tarde o temprano tendrá que vérselas con la UCO.
Este viernes se hizo público un asombroso auto del juez instructor del caso Rato, Antonio Serrano-Arnal. Tan asombroso que logró hacerse un hueco en los informativos, a pesar de Puigdemont y su golpismo gagá. El auto es una afirmación de autoridad, una irritada réplica a la UCO: ¡El juez soy yo! Con dos subtítulos: no valen las investigaciones prospectivas ni las causas generales, y ya está bien de redactar informes sin base fáctica alguna y, además, sobre hechos ya prescritos.
Es difícil saber qué ha motivado la reacción del juez. Si las advertencias de la sección XXIII de la Audiencia Provincial de Madrid, señaladamente la del 3 de octubre, contra las inquisitio generalis. Si el escrito presentado por la defensa de Rato, que emplaza al juez a recuperar el control de la instrucción frente a la UCO y a defender las garantías procesales. Si las incipientes críticas a las garzonerías de su colega Velasco. Si el gatillazo policial contra Cifuentes. O simplemente su propio sentido de la responsabilidad. La cuestión es que Serrano-Arnal ha logrado distinguirse.
Dos agentes de la UCO habían redactado y filtrado un atestado —el 64/2017— que subía una decisiva octava el caso contra Rato al vincular su presunta corrupción privada con su probada actividad pública como ministro de Aznar: un Gobierno criminal. Concretamente, el informe acusaba a Rato de aprovechar el proceso de privatizaciones de los años 90 para colocar al frente de empresas a personas de su confianza, que luego le habrían devuelto el favor contratando, por encima del precio del mercado, a una compañía de comunicación de la que él era accionista. Cohecho y blanqueo, calificaba la UCO. Malversación, agravaba la Fiscalía. Cárcel, sentenciaba la prensa. Pero el juez no encontró nada. Párrafo a párrafo, su auto desmonta las acusaciones de sus colaboradores. Con fría sorna, denuncia el abuso del condicional por parte de los guardias civiles: «podría señalarse», «habría que preguntarse», «habría que cuestionarse», «parecería razonable». Con un profiláctico desprecio por la posverdad, reivindica el valor de los hechos frente a las conjeturas: «no va más allá de la mera suposición», «no existe ni un sólo indicio», «no está acreditado», «carece de sustento fáctico alguno». Y hasta apunta a una posible prevaricación. La actuación de la UCO, afirma, «va más allá de la interpretación y garantías que rigen el Derecho Penal». El auto es demoledor. Pero ya se sabe que los justicieros son selectivos en su apreciación de la demolición.
Las reacciones al auto de Serrano-Arnal son tan interesantes como el auto en sí. Ahí han quedado, expuestas, las dos actitudes de nuestro tiempo ante la Justicia. La que somete la opinión a los hechos y la que somete los hechos a la opinión. Y pocas opiniones son más poderosas en este turbio momento español que las derivadas del hartazgo ciudadano ante la corrupción. El justiciero vive del hastío y lo multiplica. No se somete a las limitaciones del Derecho porque no acepta la distinción entre el delito y el reproche moral. Basta que la conducta de una persona —o la propia persona— merezca su reprobación para aplicarle el tratamiento reservado a un criminal. O peor. Para negarle la presunción de inocencia. Para mantener un informe penalmente irrelevante en un sumario. Para jugar a las filtraciones. Incluso para retorcer la prosa jurídica en beneficio de un titular. Así, un párrafo —ciertamente farragoso, el único— del juez Serrano-Arnal, en el que atribuye a la UCO la imputación a Rato de actividades que, de ser ciertas, «bien pudieran considerarse abusivas e inmorales», se convierte, contra el contexto y el condicional, en un reproche del propio juez al acusado. Y es que la moral tiene, para el justiciero, una seca ventaja frente al delito: no prescribe jamás.
Pero lo que tampoco prescribe es la responsabilidad. Y la responsabilidad es un atributo esencial del poder legítimo. Pensémoslo con ánimo constructivo. Quizás haya llegado la hora de que unidades como la UCO o la UDEF, que en estos años han acumulado un inmenso poder sobre la instrucción y el telediario, asuman también su cuota de responsabilidad. Por ejemplo, podrían dar la cara. Firmar sus atestados con nombres y apellidos siempre, y no sólo a veces. Hacerse personalmente responsables de que su contenido sea objetivo y no exhiba «sesgos peyorativos», como los que acaba de denunciar ante la Audiencia Nacional la todavía imputada Lucía Figar. Si hay jueces estrella, ¿por qué no agentes estrella? Y al revés. No tiene sentido que un juez rechace un informe policial por puramente fantasmagórico y contrario a Derecho, y que no pase nada. Que nadie cuestione la competencia de sus autores. Ni sus intenciones. Ni, críticamente, su implicación en futuros procedimientos. La responsabilidad podría ser incluso económica. Bien lo sabe el ecosistema judicial: el bolsillo es correctivo. Imaginen que el Estado tuviera que pagar las costas de los abogados del absuelto Camps. O de cualquier ciudadano al que informes policiales arrastraron por el fango sin consecuencia penal. Serviría a ese noble objetivo que los justicieros llaman regeneración. Y que empieza por entender que también la Justicia somos todos.