Cinco años después del final de la Segunda Guerra Mundial, Europa transformó la victoria militar en una apuesta por la unidad. El 9 de mayo de 1950, la histórica Declaración Schuman propuso poner en común la producción de carbón y acero entre Francia y Alemania, con la participación de otros países europeos. Aquel gesto no era únicamente económico: era profundamente político y simbólico. Se trataba de reconciliar a los antiguos enemigos mediante la cooperación en sectores clave que, hasta entonces, habían alimentado las guerras.
Europa se enfrentaba entonces a una disyuntiva: repetir los errores del pasado o construir algo nuevo. Los padres fundadores del proyecto europeo –Robert Schuman, Jean Monnet, Konrad Adenauer o Alcide De Gasperi–, marcados por el horror de dos guerras mundiales, optaron por la segunda vía. Para ellos, la paz no era solo la ausencia de conflicto, sino una construcción activa basada en la interdependencia, la solidaridad, la democracia y el respeto a la dignidad humana.
La Declaración Schuman, lejos de ser un acuerdo técnico, supuso el inicio del proyecto político más ambicioso del siglo XX. Su propuesta concreta cristalizó en la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) en 1951, como un primer paso hacia una integración funcional que evitara nuevos enfrentamientos. Aquella visión no era solo económica ni institucional. También era cultural. Europa, pensaban sus fundadores, debía reconocerse como una comunidad histórica, marcada por una raíz cristiana común, una tradición humanista y una voluntad profunda de reconciliación. Religión, derecho, literatura y filosofía tejían un fondo compartido que podía sostener la unión entre naciones que durante siglos se habían enfrentado.
Europa quería entonces que los estados miembros estuvieran interconectados
El proceso no fue inmediato: la defensa común fracasó, y la comunidad política no llegó a consolidarse. Pero sí lo hizo el proyecto económico, que fue ganando solidez institucional con los Tratados de Roma de 1957, la creación de la CEE y Euratom, y la posterior evolución hacia la actual Unión Europea. La cooperación funcionalista dio paso al primer espacio supranacional de la historia moderna, construido paso a paso sobre políticas comunes, ciudadanía europea y un entramado institucional único en el mundo.
Frente a los nacionalismos y las tentaciones hegemónicas, los padres fundadores defendieron un principio claro: los Estados europeos estaban interconectados de facto, y debían organizar esa interdependencia desde la cooperación. La unión no anulaba la soberanía nacional, sino que permitía integrarla y dirigirla hacia un bien común. Schuman recalcó que Europa no debía convertirse en un imperio que impusiera intereses, sino en una comunidad voluntaria de naciones libres.
Como expresó el propio Schuman en su célebre declaración:
“Europa no se hará de una vez, ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas que creen en primer lugar una solidaridad de hecho”
Hoy, 9 de mayo, recordamos ese impulso fundacional que transformó el continente. No fue una obra acabada, ni lo es aún. Pero sí fue el comienzo de una Europa posible, construida desde la memoria y el coraje.