¿Y si el problema es la democracia?
24 de abril de 2020

Ante la aparición de cualquier problema, es instintivo la búsqueda de responsables. Necesitamos saber qué ha ocurrido, por qué y quién debió haberlo evitado. La respuesta a estas tres cuestiones nos ayuda, en un primer momento, a describir el suceso que ha atentado contra nuestra zona de confort y, en segundo, a emprender la evaluación que permitirá diseñar la estrategia que, en el mejor de los casos, disipará cualquier posibilidad de que ese hecho vuelva a suceder. Contestar a estas tres cuestiones resulta fundamental. Máxime cuando la crisis alcanza un nivel mundial y la salud de las personas, en especial la de los más mayores, se ve comprometida. Algo que, por desgracia, nos está afectando actualmente debido al coronavirus.

En Ciencia Política, al igual que en muchas otras disciplinas, un problema se define como una situación no deseada o no ideal. Cuando hay una brecha entre una situación actual (x) y una ideal (y), para pasar de la primera a la segunda, debemos, irremediablemente, establecer una solución. Pero, ¿define la solución al problema, o el problema a la solución? Si partimos de que se fijan antes los problemas que las soluciones, entonces estamos asumiendo que, de facto, estos son entidades abstractas y que vienen dados. Pero, más allá de la conceptualización básica de problema, ¿qué implica tenerlos? Los problemas no dejan de constituir un mecanismo para mejorar, pues indican que es necesario aplicar una solución. Así, respondiendo a la primera pregunta planteada, los problemas los construyen los actores y, de acuerdo a los objetivos que quieran conseguir, tendrán una definición u otra. Así pues, en contra de lo que la mayoría de las personas cree, las soluciones anteceden a los problemas. Dicho de otro modo, el deseo de alcanzar una solución es lo que genera el problema. Si no quisiéramos salvar vidas -solución-, ¿se trataría realmente la Covid-19 de un problema? Estos no existen si previamente no formulamos aquella. 

Teniendo presente todo lo anterior, ya estamos en disposición de darnos cuenta de que 1) las soluciones que los Gobiernos están poniendo encima de la mesa para paliar los efectos derivados del coronavirus son las que en verdad están definiendo los problemas, y no al revés; y 2) que, en muchas ocasiones, vemos problemas donde no los hay, y muchos otros quedan sin identificar al no haberse propuesto soluciones. Así pues, con este marco teórico, resulta perfectamente lícito lanzar la siguiente cuestión: ¿y si estas dificultades provienen de quien tiene que encontrar las salidas? ¿Y si el problema se halla en la democracia ilimitada, que permite a una minoría apostar por soluciones bajo la legitimidad de una mayoría que les ha votado? ¿Por qué unos pocos han de hablar en nombre de muchos, caracterizando solo ellos las soluciones y los problemas? 

Del Estado del Derecho al Estado de las leyes

A pesar de la creencia generalizada, los contemporáneos Estados, construidos sobre leyes y no en base al derecho, no protegen, en absoluto, nuestras libertades personales. La causa, decía Hayek, procede de que ya no logramos distinguir entre derecho y ley. La idea de libertad auspiciada por el derecho, concebida hace más de 2.500 años por los griegos, hacía entender que este no se creaba, sino que se encontraba. Las corporaciones legislativas grecorromanas se encargaban de limitar la actuación del Estado y de regir la administración de los medios confiados a él. El derecho, en aquel entonces, aun restringiendo la libertad del individuo y guiándolo en sus actuaciones, no surgía de la decisión de unos pocos hombres que se respaldaban en la mayoría, sino de una sala de juristas que creían encontrar al derecho, y no crearlo. En este sentido, los históricos gobernantes, al tener presente esta idea de libertad, entendían a la perfección que el individuo debía estar sujeto a la ley y no a la voluntad de un dirigente. Comprendían que “ley” no era todo aquello que una corporación legislativa -o una sola persona- había decidido, sino las normas generales de justicia originadas con el paso del tiempo y gracias al trabajo de los jurisconsultos.

Los liberales clásicos del siglo XVIII (como John Locke) intentaron hacer resurgir el verdadero significado de “ley”. Para ellos esta se trataba, ni más ni menos, del derecho de la common law. A saber, podía constar únicamente de reglas generales que podían extraerse de los juicios previos. El Estado jurídico, por desgracia, ha ido paulatinamente suplantando la idea del derecho y convirtiéndolo en ley, llegando hasta el punto de confundir o equiparar ambos conceptos. Es más, se ha pervertido por completo la idea de libertad. Bajo un goverment under the law, esta significaría, como explica Hayek, que el ciudadano particular no tendría que obedecer la voluntad de nadie, sino exclusivamente a códigos abstractos, que se compondrían esencialmente de prohibiciones que impedirían inmiscuirse en la igualmente protegida esfera de otros. Así, los gobernantes -como el resto de individuos- se hallarían sujetos a esa idea de libertad basada en normas que rigen para todos y, por tanto, sería sumamente improbable que se produjese su menoscabo. Tal como recuerda Heinrich Triepel, “sagrada no es la ley. Sagrado es únicamente el derecho. Y la ley está bajo el derecho”. 


La democracia antiliberal es un régimen político profundamente coercitivo


Para materializar esto en el plano político, resulta imprescindible, según apuntaban muchos clásicos, la separación de funciones. La consecución de un verdadero goverment under the law podría haber ocurrido si la House of Lords hubiese retenido para sí el poder exclusivo de transformar el derecho vigente y, por tanto, someter a la House of Commons -y al resto de ciudadanos- a tal derecho. Gobernantes y demás individuos estarían, en consecuencia, subordinados a él y a la verdadera libertad que este otorga; las personas no se encontrarían en este supuesto sojuzgadas por la voluntad de un grupo de personas -o de una sola- que se amparan bajo la absurda legitimación de la mayoría.

Hayek, trayendo a colación las palabras de su amigo Oakeshott, entiende oportuno distinguir entre las sociedades nomocráticas y las teleocráticas. En las nomocráticas, no existe un objetivo común hacia el que todas las personas deban orientarse (el proyecto vital de cada individuo puede perfectamente desarrollarse en su plenitud); en las teleocráticas, sí existe uno que todos sus miembros de han de acatar (su proyecto vital, por tanto, ha de estar supeditado al plan vital colectivo). La completa y verdadera libertad, consecuentemente, solo se da en las sociedades nomocráticas.

La coercitiva democracia

El gobierno no debe cedernos o arrebatarnos las libertades, ya que estas le preceden. La verdadera expansión de libertades que puede llevar a la práctica no pasa sino por la devolución de todas las que, paulatinamente, a lo largo de la historia y de forma coercitiva, le ha extraído al pueblo. A pesar de que la opinión más extendida se cifra en que los países no democráticos son, por definición, coercitivos y que, en contraste, el sistema democrático asegura la libertad, esto es rotundamente falso. En un sistema democrático contemporáneo (no sometido al derecho, sino a las leyes) una mayoría oprime necesariamente a una minoría. Esta cede así su correcta doxa a la mayoría, que acabará decidiendo por ella. Tras esto, se esconde “la arrogancia fatal” de creer que el poder siempre hace lo correcto; de entender que la legitimación de los gobernantes procede de que una mayoría ha permitido que se convirtieran en tales. La democracia antiliberal se trata, sin ápice de duda, de un régimen político profundamente coercitivo.

Para Mises, la preferencia por la democracia radica “en que facilita un ajuste pacífico del sistema de gobierno y del personal del gobierno a los deseos de la opinión pública”. Así, la democracia nos aporta un método para cambiar pacíficamente a los funcionarios gubernamentales, en comparación con las revoluciones violentas que se necesitan para derrocar una dictadura. Esta “ventaja”, empero, no exime a las democracias de sus evidentes “desventajas”.

Rothbard, por su parte, vertió una profunda crítica hacia este sistema, y de ella podemos extraer una conclusión clara: la democracia se muestra tan incompatible con la libertad como una dictadura. Recordemos el significado de libertad: no agresión. Esta resulta, por tanto, consustancial a la noción de Locke de los derechos de propiedad, mientras que la democracia la viola sistemáticamente. 

Es importante reflexionar sobre ello. Más que nunca, en tiempos de crisis, cuando el Leviatán, tal y como diría Hobbes, se hace cada vez más robusto. La propuesta alternativa consiste en acercarse a un verdadero Estado liberal, donde la libertad individual y los proyectos vitales de los ciudadanos puedan hacerse valer y desarrollarse con los de los demás en perfecta armonía.

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