El despertar del Leviatán en un mundo distópico
20 de mayo de 2020

Millones de páginas recogen el autoritarismo de China, el régimen autocrático ruso o las denominadas democracias antiliberales caracterizadas por aquel nacional-populismo que acuñase Steve Bannon tras el fulgurante ascenso de Trump al poder. Sin embargo, no son Xi Jinping o Putin quienes han detonado la más reciente manifestación del poderío del Estado, sino el coronavirus. Gobiernos democráticos y dictatoriales sin distinción han adoptado algunas de las mayores medidas restrictivas de derechos y libertades jamás vistas, lo que, por otra parte, ha puesto en entredicho la autoproclamada superioridad moral de las democracias liberales. El Estado es el Estado, y la adversidad y la incertidumbre han puesto de relieve su poder.

No cabe duda de que existe un amplio arco, desde la orden de Rodrigo Duterte de disparar a matar a quien se salte las restricciones de movilidad en Filipinas, hasta las multas a las que ya estamos acostumbrados en estas latitudes.

Sin embargo, echando la vista atrás, contemplamos una intromisión in crescendo del Estado en la vida de las personas. Sin recurrir a ejemplos exóticos o lejanos en el mapa, podemos observar cómo una amplia mayoría de países europeos ha obligado a sus ciudadanos a someterse a unas condiciones, más impuestas que sobrevenidas, que no habían tenido lugar ni tan siquiera durante la Segunda Guerra Mundial. Conviene recordar que Londres fue bombardeada por la Luftwaffe durante 57 noches consecutivas, pero no se forzó el cierre obligatorio de locales y establecimientos.

Hoy, sin embargo, en España, como en numerosos países occidentales, los colegios y universidades permanecen cerrados, las oficinas y establecimientos comerciales, vacíos, y el distanciamiento y confinamiento social son el nuevo statu quo. Todo ello traerá consigo una serie de consecuencias económicas, sociales, políticas, de las que apenas observamos hoy la punta del iceberg. Ni que decir tiene de las ramificaciones psicológicas de todo esto, o el impacto sobre la vida familiar y personal de la situación actual.No son Xi Jinping o Putin quienes han detonado la más reciente manifestación del poderío del Estado, sino el coronavirus

Sin embargo, ya habrá tiempo para realizar ese análisis pausado cuando cese la tormenta y este pueda basarse en los datos y la evidencia empírica. Por el momento, lo que habría de ocupar nuestra atención, además del evidente esfuerzo por vencer a la pandemia, es la vigilancia de la actuación estatal. Como señalaba anteriormente, el despliegue del Leviatán hobbesiano que observamos hoy resulta en verdad inédito. En especial, en los países de nuestro entorno. Y este tipo de medidas que, no cabe duda, se llevan a cabo, en su mayoría, buscando la protección y bienestar de las personas habrían de constituir también motivo de preocupación. Por dos razones, principalmente.

En primer lugar, por el acostumbramiento. Igual que las leyes imprimen una apariencia de normalidad, de legitimidad –que no siempre es acertada, véase Núremberg–, cada paso que da el Estado traspasando esferas de libertad e intimidad resulta difícilmente recuperable a posteriori. En este caso, las medidas de confinamiento a las que nos vemos sometidos se tratan, además de lo evidente, del mayor experimento social de la historia de la humanidad. Habrá multitud de enseñanzas y se sacarán numerosas conclusiones. Ahora bien, tengamos por seguro que el Estado extraerá las suyas.

En segundo lugar, por el encubrimiento. Los extraordinarios poderes que se les han otorgado a los gobiernos para que hagan frente a la crisis que nos asola tienen una contrapartida: su utilización con fines espurios o procedimientos reprochables. Que la actuación de un Ejecutivo contravenga la legalidad vigente ha de alarmarnos, pero aún más que el discurso de salvación traiga en realidad la instauración o fortalecimiento de este en el poder. Así lo ejemplifican los constantes envites de La Moncloa contra la libertad de prensa.

La afirmación de que el Estado es peligroso no se trata de una cuestión de ideología, sino de historia. Mientras que la primera es caprichosa, la segunda resulta contundente en sus veredictos. Así, se observan dos grandes máximas a lo largo del tiempo.

Primera, que mientras que es incuestionable que el Estado puede revelarse como un eficaz aliado en la gestión de crisis y la protección de la vida, también lo es que, históricamente, ha representado la mayor amenaza contra la vida, los derechos y las libertades. No es casualidad que haya habido un repunte en la compra de armas en EE.UU. ante las medidas adoptadas por el Gobierno para hacer frente al coronavirus. Recordemos que la segunda enmienda a la Constitución estadounidense existe, ante todo, para la protección del individuo frente al Estado. Y segunda máxima: siempre que el Estado ha entrado a decidir quién vive y quién muere, sea a través de infames procesos de ingeniería social o del triaje médico, las consecuencias han sido terribles.El Estado puede revelarse como un eficaz aliado en la gestión de crisis y la protección de la vida, también lo es que, históricamente, ha representado la mayor amenaza contra la vida, los derechos y las libertades

Nos enfrentamos, en verdad, a tiempos difíciles, pero la formidable maquinaria estatal que ahora se pone en marcha a la vista de todos tampoco augura un futuro apacible. No obstante, no todo se produce a plena luz del día. En efecto, el confinamiento, la prohibición o no de trabajar al arbitrio de las autoridades, controles policiales, geolocalización de teléfonos móviles, transformación de medios de comunicación en plataformas propagandísticas, purga de información y usuarios de redes sociales, que las acercan cada vez más a meros editoriales en lugar de a un conjunto de opiniones personales…

La lista de medidas que se están adoptando, independientemente de que así lo permita la legalidad vigente, resulta en extremo preocupante, pues pone de manifiesto la vigilancia a la que nos están sometiendo; unos rasgos más propios del mundo distópico de George Orwell en 1984 que de sociedades abiertas como la nuestra. Así, muchas voces señalan, con creciente tono de alerta, que algunas de estas disposiciones nos aproximan a un panorama de estado policial moderno, similar al del Gran Hermano de la citada obra, en virtud del cual, no solo estamos controlados por las autoridades en una dimensión vertical, de arriba abajo, sino también horizontalmente, por medio de la censura y la delación entre particulares.

Este último elemento reviste especial trascendencia, pues da fe de las insidias y envidias de algunos ciudadanos más que de su complicidad con el régimen. Actitudes que, sin embargo, le vienen muy a mano a este último, ya que, como señala Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, el papel de la población, con su colaboración o simplemente con su silencio, resulta crucial para acabar con la disidencia en las dictaduras.

Así lo puso de manifiesto la encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) que formulaba la siguiente pregunta a los españoles:

¿Cree usted que en estos momentos habría que prohibir la difusión de bulos e informaciones engañosas y poco fundamentadas por las redes y los medios de comunicación social, remitiendo toda la información sobre la pandemia a fuentes oficiales, o cree que hay que mantener la libertad total para la difusión de noticias e informaciones?

Esta interrogación del CIS se enmarca en un debate en torno a la constitucionalidad de la suspensión de derechos y libertades impuesta por el estado de alarma. Unas restricciones que dan fe de la supremacía del Estado, o del Gobierno, pues cada vez se percibe menos la distinción entre ambos, y que hoy encuentran su enemigo público número uno en la libertad de prensa.

A eso se refería el vicepresidente Pablo Iglesias al declarar, cuando fue cuestionado sobre la pregunta anterior, que el objetivo consistía en que la “ultraderecha mediática y política no forme parte en ningún caso del futuro de nuestras sociedades”. Así es, mediática y política. La valoración de lo que ha de catalogarse como ultraderecha, por supuesto, dependerá de su augusta opinión. La misma que, si lo estima oportuno, puede esgrimir cualquier otro criterio para excluir nuevas posturas políticas o ideológicas que “deban” estar fuera de la política y la sociedad. Ni Orwell lo hubiese explicado mejor. Nos encontramos ante el manual de instrucciones del Estado totalitario, en el que ya hemos dejado atrás varios capítulos.

El mundo orwelliano con el que coquetea el gobierno de coalición socialista-comunista en España ha de constituir motivo de alarma y denuncia. Sin embargo, ante lo evidente y descarado de este tipo de deriva (o degeneración) de una democracia liberal, conviene tener también presente que existe otra más sutil, e igualmente peligrosa. A saber, la concebida por Aldous Huxley y descrita en Un mundo feliz. Más que la censura (o, en nuestro caso, además de ella), lo que impera es la saturación y la desinformación, alimentadas por el infinito apetito de evasión del hombre. Uno que torna en auténtica voracidad informativa, a causa del confinamiento, el tedio y la apatía.

Así lo señala Huxley en su texto Propaganda en una sociedad democrática, donde dice que los primeros defensores de la prensa libre solo contemplaron, respecto a la propaganda, que esta fuera verdadera o falsa, sin prever lo que en realidad ha sucedido, sobre todo en las sociedades occidentales capitalistas. Según sus palabras, “el desarrollo de una vasta industria de comunicación masiva que no lidia ni con lo falso ni con lo verdadero, sino con lo irreal, lo que es casi siempre totalmente irrelevante”, un fallo que achaca a que no se tuvo en cuenta “el apetito casi infinito del hombre por las distracciones”. Y es que el otro gran problema que desveló la encuesta del CIS (de ser cierta la estadística, claro está) se cifra en la respuesta a la pregunta: el 66,7% respondió a esta afirmativamente, apoyando, por tanto, que exista una única fuente oficial que transmita información veraz. Insisto, si lo damos por cierto, al Estado orwelliano en el que está degenerando rápidamente España hemos de añadirle el descrito por Huxley en Un mundo feliz, en el que retrata a una sociedad que ha puesto precio a su felicidad: el de que la dejen adormecida, controlada y sin capacidad de respuesta, ni que decir tiene de rebeldía.

La España de hoy se asemeja a ese “mundo feliz”, en el que los ciudadanos hemos sacrificado voluntariamente nuestros derechos, sin apenas oponer resistencia, y perdido el interés por la información o la verdad, entregándonos a una cultura trivial e intoxicada por el placer. Antes que en un estado de alarma (que debiera alarmarnos), nos encontramos en un estado de embriaguez, del que seguramente despertemos por el hambre o la necesidad que la realidad económica impondrá más pronto que tarde. El problema se halla en que, entonces, puede que ya no podamos reaccionar. Quizá sea demasiado tarde. Hay quien señala que el Leviatán ha aparecido con la crisis del coronavirus. No es así. Ya estaba ahí, pero aletargado. Hoy, en cambio, su poder y nuestro beneplácito representan una amenaza capital contra nuestros derechos y libertades. El Estado ha despertado. Es hora de que también lo hagamos nosotros.

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