Si una medida económica caracteriza al período republicano entre 1931 y 1936 ésta es, sin duda, la reforma agraria. En cualquier país con industrialización limitada, el sector primario constituye el elemento más importante de su actividad productiva. Por tanto, todo lo que tenga que ver con la propiedad de la tierra, los métodos de cultivo y la organización de la producción tienen gran relevancia económica, además de influir de forma muy significativa en la organización social del país y en la distribución de la renta. Y esto ocurría en España; no en la totalidad del país, pero sí en una buena parte de éste, especialmente en la mitad sur. La política republicana no partía de cero en este campo. En España se habían llevado a cabo numerosos cambios en la propiedad y en la legislación que regulaba el sector agrario, entre los cuales hay que recordar las desamortizaciones realizadas en el siglo anterior, en especial las de Mendizábal y Madoz. Pero tales reformas no habían resuelto un problema importante para una buena parte de España: la existencia de grandes latifundios, propiedad de un número limitado de familias y, al mismo tiempo, de un gran número de asalariados, que no podían acceder a la propiedad de la tierra y tenían niveles de vida muy bajos, lo que, con frecuencia, generaba situaciones conflictivas.
Cuando se analiza la política económica de los gobiernos republicanos, se observa que, en la mayor parte de los casos, se aplicaron medidas bastante ortodoxas y continuistas. La excepción más relevante la encontramos, sin embargo, en las políticas referidas al sector agrario, con las que los gobiernos intentaron introducir cambios sustanciales en la propiedad de la tierra. El ministro de agricultura, Marcelino Domingo, presentó a las Cortes en 1932 un proyecto de ley de reforma agraria, cuyos objetivos eran, en sus propias palabras, evitar el paro obrero en el campo, la redistribución de la tierra y la racionalización del sector.
Instrumento fundamental de esta reforma era la expropiación de numerosas tierras y la instalación en ellas de trabajadores para su explotación. Se excluía de la expropiación diversos tipos de fincas, entre ellas las que fueran objeto de “buen cultivo técnico y económico”. Pero, al margen de sus planteamientos técnicos, la reforma tenía elementos ideológicos, que llevarían necesariamente al enfrentamiento con los propietarios afectados. El primero era que sólo unas parte de las expropiaciones se haría con indemnización, ya que de ésta quedaban excluidas las tierras propiedad de nobles que fueran grandes de España. Y, además, se establecía que determinadas fincas podrían ser objeto de “ocupación temporal para anticipar los asentamientos”, lo cual planteaba importantes problemas de seguridad jurídica.
Se ha debatido bastante sobre los resultados reales de la reforma, pero la opinión dominante es que no consiguió los objetivos previstos. Las razones fueron diversas. Por una parte, la falta de continuidad en su aplicación, ya que la ley se cambió dos veces en tan corto período de tiempo; y los cambios introducidos por el gobierno de derechas el año 1935 limitaron, sin duda, su alcance de forma significativa. Por otra parte, un proyecto tan ambicioso como éste tuvo una insuficiente dotación presupuestaria. Y los fondos disponibles fueron manejados con lentitud y poca diligencia, lo que parece constituir una peligrosa constante en la administración española, que llega hasta nuestros días. Sin olvidar, naturalmente, que la ley de reforma tenía claros efectos de redistribución de la renta, a los que se resistieron, dentro de sus posibilidades, los grupos más perjudicados por ella. Lo cierto es que, cuando cambió el gobierno en 1934 apenas se habían asignado poco más de 500 fincas a algo más de 12.000 nuevos propietarios. El triunfo nacional en la guerra civil supuso, como era de esperar, un freno total al proyecto y la devolución de las fincas expropiadas a sus dueños anteriores.
Cuando se analiza la reforma agraria de 1932, a casi un siglo de distancia, lo que más llama la atención es ver cómo las transformaciones experimentadas por la economía española desde aquella época han cambiado por completo los problemas a los que se enfrenta la agricultura del país. Con una estructura productiva en la que la agricultura supone hoy menos de un 3 % del PIB nacional; y en el marco de una Política Agraria Común de la Unión Europea, que ha tratado de elevar las rentas del sector reduciendo la oferta de productos agrarios y, por tanto, la superficie cultivada de muchos de ellos, las medidas de la República parecen totalmente ajenas a nuestro mundo actual. Pero la reforma hay que entenderla en su momento histórico. En aquellos años fue, sin duda, una cuestión muy relevante, cuyo estudio ayuda a entender, entre otras cosas, algunas de las tensiones que desembocaron en la guerra civil.