La semana pasada, escribía acerca del pánico que está caracterizando la actuación del Gobierno, hasta erigirse en la nota dominante del Gran Encierro y del desencierro. El mismo pánico que también se había hecho extensible a la población conforme transcurrían los días, y las semanas se convertían en meses. En la conclusión de aquel artículo señalaba, sin embargo, que también podría darse el caso de que nos halláramos ante un escenario radicalmente diferente. A saber, que este estado de pánico no fuese real sino simulado, meticulosamente concebido para articular un verdadero asalto a las instituciones, con el fin de perpetrar una apropiación indebida de los mecanismos de control y vigilancia de los ciudadanos.
A estas alturas, a la vista del recorrido e impacto de la pandemia en España en sus múltiples dimensiones, no cabe duda de que nuestro Gobierno alberga un importante contingente de analfabetos funcionales que, por avatares del destino o favores en su haber, ocupan una extrañísima posición de responsabilidad. Nótese que este adjetivo describe más que valora, si bien es cierto que, cuando el analfabetismo campa a sus anchas en las más altas esferas del poder, constituye una pobre herramienta para un gobierno sabio en circunstancias normales, y fatal ante situaciones de emergencia como la actual.
Pero no es a estos a quienes me refiero aquí, sino a los malvados. Aquellos que emplean a los analfabetos como avanzadilla y camuflaje, como diana y disfraz. De esta forma, cuando Sánchez emplea la fórmula de “el caos o yo”, en realidad está aludiendo a una elección algo distinta. A saber, entre el caos que él no controla, y el que él mismo genera para su posterior capitalización. La combinación de analfabetos y malvados da resultados verdaderamente formidables.
Para comprobar la validez de una tesis como esta, no en todo caso, pero sí con gran frecuencia, conviene formular dos preguntas, que no representan sino las dos caras de idéntica moneda. En primer lugar, procede averiguar quién sale beneficiado por esta situación. Las sucesivas prórrogas del estado de alarma apuntalan poderes extraordinarios para un Gobierno que parece encantado con las prerrogativas que él mismo se otorga. Ni tan siquiera disimula su complacencia. Por otra parte, la quiebra económica a la que nos han conducido las medidas adoptadas por el Ejecutivo de Sánchez ha empobrecido a la sociedad española y ha fortalecido la dependencia del Estado de millones de españoles. Por tanto, quien se beneficia es este último, hoy parasitado por un Gobierno cada vez más ilegítimo, pues todo lo que no era espurio en origen lo es ahora de forma sobrevenida. La respuesta ante la crisis por parte del Ejecutivo ha consistido en más Estado, que hoy significa también más socialismo, más comunismo, y sus indisociables implicaciones. A saber, más muerte y pobreza, y menos libertad.
¿Y quién pierde? Contestar esta pregunta reviste menor complejidad: el ciudadano de a pie, como casi siempre. La esfera de libertad cada vez se hace más pequeña, como una red que se va cerrando a nuestro alrededor. Ya no estamos ante el Estado del pánico, pues malvados y analfabetos no solo han dinamitado la res pública, sino que han cruzado ya el umbral de las puertas de nuestras casas. Tan solo quedan dos opciones. Bien recluirnos en nuestra particular habitación del pánico a golpe de tuit y cacerola; bien entrar en acción, una segunda alternativa más recomendable por dos motivos. Primero, porque la situación apremia. Y segundo, porque las habitaciones del pánico, como todos sabemos, no son impenetrables.