A pocos escapa ya que la salud del Gobierno no es mucho mejor que la del resto de españoles. Me refiero aquí a la salud en sentido amplio, pues también se ha hecho mella en la psicológica y financiera durante este largo mes y medio de confinamiento y debacle nacional. Ni que decir tiene de las dos decenas de miles de vidas oficiales (y seguramente otras dos reales) que ha segado el virus. Pues bien, cada intervención de Sánchez al más puro estilo bolivariano (que habría de rebautizarse como chavista, lejos todavía de los interminables sermones castristas) pone de manifiesto el agotamiento del Ejecutivo y de su cabeza visible. Agotamiento que, al contrario que el del personal sanitario, fuerzas de seguridad y fuerzas armadas, no despierta compasión alguna, pues es más fruto de su soberbia e incompetencia que de un virus sobrevenido.
A los problemas evidentes derivados de la gestión de una crisis que los supera ampliamente, se suman otros internos, como los continuos asaltos del gobierno en la sombra: un Podemos revolucionario, que pugna por hacerse con las riendas de un PSOE debilitado por la deriva sanchista que tan cara le está saliendo. Al partido y, por descontado, a España.
El desacierto, la ineptitud, la falta de voluntad, así como cualquier combinación de todo ello apunta a un cataclisma sin precedentes. El estado del Gobierno es lamentable, y el país entero lo padece. Sin embargo, esta dimensión, aunque fundamental, no motiva tanta preocupación como el actual gobierno del Estado. Se lo está rigiendo de modo inoperante en muchos casos, se ha actuado tarde y, cuando al fin se ha hecho, a menudo de la peor manera. A su vez, esta gestión de la crisis errática y errónea por parte del Ejecutivo socialista y comunista se ve agravada por la prepotencia con la que este saca pecho por unas victorias que no son tales, y la desfachatez con la que oculta los datos reales.
Y resta aún un último juego de palabras: el Gobierno-Estado. Un binomio al que deberíamos aludir con frecuencia a estas alturas, pues los umbrales (y, por ende, la distinción) entre Estado y Gobierno resultan cada vez más difusos. No hace falta esperar a que, en una de sus insufribles admoniciones, Sánchez afirme con solemnidad epopéyica, haciéndole los coros a Luis XIV, “L’État, c’est moi”. Nos convendría recordar que la identificación del Estado con su Gobierno es más propia de un régimen totalitario que de una democracia liberal. ¿Y qué caracteriza al primero? Un breve repaso a la literatura de la ciencia política (Friedrich & Brzezinsk, Arendt o Linz, entre otros) pone sobre la mesa algunas condiciones básicas, como el cuasimonopolio de los medios de comunicación de masas, el monopolio del uso efectivo de las fuerzas armadas y la policía, o un control centralizado de la economía. Todo ello nos resulta muy cercano, pues basta escuchar ciertas declaraciones en ruedas de prensa, o reparar en el riego de dinero para algunos medios de comunicación. Otro rasgo de estos regímenes se traduce en el control administrativo del aparato judicial, que, parece, se convertirá en el nuevo punto de asalto por parte del Gobierno.
En definitiva, el estado del Gobierno es deplorable; el gobierno del Estado, desastroso; y el Gobierno cada vez se asemeja más al Estado. Con respecto a lo primero y lo segundo, impulsemos un cambio y exijamos responsabilidades. En cuanto a lo último… permanezcamos vigilantes.