En la antigua Roma, la figura del dictador era la de un magistrado al que se le otorgaba la plena autoridad del Estado para afrontar una situación de emergencia (habitualmente, militar). Así, con carácter excepcional y temporal, la República se acogía a él, facilitándole que usase el poder a discreción, y adoptase las medidas necesarias para superar la crisis. En ello podemos encontrar un símil, con multitud de diferencias y matices, de la situación en la que se halla España, y de los extraordinarios poderes que ostenta el Ejecutivo de Sánchez desde la declaración del estado de alarma. Sin embargo, y al margen de la gravedad de la coyuntura, conviene realizar una breve reflexión al respecto.
La amplísima aceptación del estado de alarma en nuestro país resulta verdaderamente preocupante. El acuerdo que ha suscitado hace que cualquier crítica, como no sea para pedir que se prolongue o se recrudezcan sus implicaciones, se refute con una contundencia inusitada en la España tribal de costumbre. Sin embargo, este consenso no constituye sino un mero argumento ad populum, de ninguna validez en cuanto a su legitimación, pero que, no obstante, resulta eficacísimo para que se materialice.
No cabe duda de que nos hallamos ante una situación de fuerza mayor, sin precedentes, y que corresponde tomar medidas drásticas para suspender ciertos derechos y libertades. Sin embargo, estos mecanismos extraordinarios habrían de articularse por la vía legal pertinente, y ubicarse correctamente dentro del marco constitucional. Y es que, le pese a quien le pese, el estado de alarma no parece la respuesta más adecuada a la vista de las circunstancias que hoy nos asolan.
A lo que estipula el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que aquel se declara, hay que sumarle algunas otras medidas implícitas en él, o que se han implementado de facto, como la suspensión de las libertades de circulación, reunión y manifestación (artículos 19 y 21 de la Constitución), como hemos podido comprobar tras más de una semana de confinamiento. Uno que, por cierto, equivale más a una pena que a otra cosa, tal como señala el Código Penal Militar.
Sorprende por ello que se haya decretado el estado de alarma cuando, a la luz de las severas restricciones impuestas sobre nuestros derechos y libertades, la única previsión constitucional que se ajusta a ellas se concreta en el estado de excepción. ¿Por qué se ha declarado entonces el de alarma? Quizá, entresacar las notables diferencias entre ambos arroje luz sobre esta cuestión.
En lo que se refiere al fondo, además de tratarse del mecanismo adecuado para limitar libertades públicas, el estado de excepción también traería consigo ciertos efectos de gran impacto sobre la vida jurídica y económica. Así, por ejemplo, permitiría a muchas empresas acogerse a la exclusión de fuerza mayor (sin tener que justificar, tan desesperadamente como sucede, ceses de actividad económica o similar). También ayudaría a respaldar excesos de déficit, como recoge el artículo 135 de la Constitución. Por no hablar de la mejor salvaguarda de la seguridad jurídica que supondría.
Pero lo más preocupante reside en la forma. Tanto en el estado de alarma como en el de excepción, entran en juego el Gobierno y el Congreso de los Diputados, que lo hace en ambos casos con las mismas mayorías parlamentarias. Sin embargo, la actuación en cada uno de ellos sigue un orden inverso. Mientras que la declaración del estado de alarma emana del Gobierno, que lo decreta para que lo conozca posteriormente el Congreso, el de excepción requiere, en primer lugar, la autorización de este último. Una diferencia remarcable y que le ha venido muy a mano al Gobierno para acallar rápidamente críticas a su irresponsabilidad, y también para tomar decisiones sin contar con los representantes del pueblo español en las Cortes, únicos depositarios de la soberanía nacional. No así en la España de Sánchez e Iglesias.
En Roma, al dictador, la autoridad se la confería la República. Sánchez, en cambio, se ha erigido en dictador él solo. El peligro de este tipo de figuras, además de las evidentes cuestiones normativas, resulta doble. El primero, la incapacidad para solventar la crisis por la que se han adquirido poderes extraordinarios. El segundo, menos probable pero más inquietante todavía, su perduración en el tiempo. César, tras varios periodos como dictador previamente, fue nombrado dictador vitalicio (dictator perpetuo rei publicae constituendae) en el año 44 a.C., cargo que ostentó del 26 de enero al 15 de febrero. Tras 21 días, todos conocemos cuál fue el destino del líder divino. Sánchez lleva ya 10 gobernando a placer y lo seguirá haciendo, como poco, hasta el 11 de abril. El estado de alarma es un mal mecanismo constitucional para estas circunstancias. Sobre estas últimas, recordemos que estado de alarma o de excepción se decretan por una cuestión de necesidad que, sin embargo, en este caso nace de otra previa de voluntad (única explicación a que, durante tanto tiempo, no se hiciera nada). Que la oposición actúe. Hay responsabilidades. Que las conozcan los tribunales.