El máximo dirigente chino visita Moscú. Los medios de comunicación de todo el planeta siguen con detenimiento sus pasos, tratando de desvelar su sentido último. Lo único seguro, aquello de lo que no deberíamos dudar ni un segundo, es de que va a defender los intereses de China tal como su elite política los entiende a día de hoy.
Xi Jinping llega a la capital rusa tras un significativo éxito diplomático: la reanudación de las relaciones diplomáticas entre Arabia Saudí e Irán. Tras años de alta tensión, después de la firma de los Acuerdos Abraham con Israel, los árabes del Golfo reequilibran su posición, dando un paso más hacia Pekín y uno menos respecto de Washington. Para China supone, en primer lugar, un ejercicio de liderazgo regional. Durante años habíamos denunciado el egoísmo chino al dar la espalda a la gestión de la política internacional. Ahora realizan un gesto, si bien interesado, hacia la plena asunción de sus deberes como gran potencia. En segundo lugar, el acuerdo rebaja la tensión en una zona tan compleja como peligrosa. China gana, pues ambos estados son proveedores importantes de hidrocarburos y en condiciones beneficiosas. En tercer lugar, supone una demostración de fuerza ante Estados Unidos, una gran potencia que quiere limitar su presencia en la región, pero no a costa de que ese espacio lo ocupe su rival estratégico.
China necesita que Rusia no pierda la guerra de Ucrania hasta sus últimas consecuencias, es decir el pulso con Estados Unidos. Mientras la guerra dura, Rusia depende más de China, situación extraordinariamente favorable que el gobierno de Pekín explota adquiriendo hidrocarburos, tierras raras y, en general, materias primas a precios especiales. Al mismo tiempo, se convierte en el medio y garante de que Rusia acceda a casi todo lo que necesita para seguir funcionando con relativa normalidad. En un entorno internacional caracterizado por la rivalidad con Estados Unidos, China necesita de compañeros de viaje, sobre todo si son débiles y están dispuestos a defender su política sobre Taiwán, como es el caso. Todo ello explica el ambiente positivo que parece reinar en las relaciones entre ambas potencias.
Pero China va mucho más allá en su visión estratégica. Las tensiones en el seno de la Alianza Atlántica por el creciente retraimiento de Estados Unidos, las diferencias sobre el futuro de las relaciones con Rusia y la integridad territorial de Ucrania, le permiten un interesante margen de maniobra para debilitar su cohesión, aislando a Estados Unidos. Si, como hemos comentado en anteriores columnas, una de las claves de la crisis de Ucrania ha sido el escaso seguimiento que las sanciones han tenido fuera de la Alianza Atlántica, las tensiones derivadas por la prolongación de la guerra le brindan la oportunidad, reclamada desde algunas cancillerías europeas, de mediar. Hace no mucho tiempo presentó un primer documento en este sentido, tan contradictorio como expresivo de cuáles eran sus intereses. Ahora parece que sus dirigentes están considerando dar un paso más, asumiendo el liderazgo en su resolución.
China está aceptando que no se puede ser potencia económica sin ejercer influencia internacional. La nueva ruta de la seda requiere un mayor compromiso de su diplomacia en la resolución de conflictos. No hay dimensión económica sin sus equivalentes en los planos diplomático y militar, algo que parece olvidar Estados Unidos. Las recientes declaraciones de dos figuras del campo republicano, DeSantis y Trump, sobre la implicación de la potencia americana en la guerra de Ucrania son ejemplos de una diplomacia tan incoherente como voluble, que empuja a sus aliados a desconfiar de su liderazgo y a buscar un entendimiento con quien, como es el caso de China, supone un riesgo real.