ANIVERSARIO DE LA VISITA DE NIXON A CHINA EL 21 DE FEBRERO DE 1972
Si cada día suceden más de 100.000 vuelos nacionales e internacionales, no podemos ni imaginar cuánto suma el total de vuelos producidos desde que el primer aeroplano despegó. Es una cantidad ingente, son cientos de miles los aviones que se marchan y regresan, las personas que se trasladan de un punto a otro del planeta. Sin embargo, de entre todos los viajes habidos y por haber, hay algunos que pueden cambiar el estado de las cosas. Algunos viajes no son insignificantes, no son una cifra más dentro de una suma elevada; antes bien, algunos viajes son icónicos, inéditos y memorables. Es el caso del vuelo que Richard Nixon, entonces presidente de los Estados Unidos, tomó el 21 de febrero de 1972 desde Washington a Pekín.
Por primera vez, un presidente de la Casa Blanca se subía al jet oficial en dirección a la China Continental. En medio de la lucha contra el comunismo, Nixon se reunía con Mao Zedong; era algo decisivo, un antes y un después para el curso de la Guerra Fría. Puede parecer exagerada esta afirmación, pero (y así lo demuestra la historia), se ha de admitir que la diplomacia está en los detalles. Cuando hablamos de relaciones internacionales, una visita oficial, un estrechamiento de manos o una simple foto acarrean un significado mucho más profundo de lo que parece. Por tanto, el viaje de Nixon a Pekín es un símbolo que nos remite a mucho más. Recordarlo hoy es necesario, porque si el acercamiento entre EE. UU y la República Popular de China fue en aquel momento crucial, la tensión creciente entre Trump y Xi Jinping hace preocuparnos sobre el impacto que esta situación tendrá.
En cuanto terminó la Segunda Guerra Mundial y se creó la Organización de las Naciones Unidas (1945), China no solo fue integrada como un estado miembro de la ONU, sino que, además, se erigió como una de las cinco potencias permanentes del Consejo de Seguridad (estatus que ha conservado hasta día de hoy). No obstante, y aquí está el matiz, en el nuevo orden mundial diseñado por Estados Unidos, solo encajaba la República de China, es decir, el bando nacionalista asentado en Taiwán. El resto de China, dígase, la República Popular de China, de carácter marxista-leninista-maoísta, quedaba fuera de los esquemas estadounidenses. Durante dos décadas, ni siquiera se concibió que la República Popular de China, con Mao Zedong al frente, existiera. Ante el vuelo que tomó Nixon en 1972, la cuestión entonces es: ¿por qué Estados Unidos pasó de ningunear a la China de Mao a establecer lazos con ella?
La visita del 21 de febrero era uno de los engranajes, sin duda clave, de toda una cadena de acontecimientos que ya auguraban vínculos entre Washington y Pekín. Recuérdese la guerra sino-soviética fronteriza de 1969 (que demostraba cómo el bloque comunista estaba claramente fragmentado), el discurso de Nixon pronunciado en noviembre de este mismo año (donde, a la vista de la guerra de Vietnam, anunciaba el interés de iniciar relaciones con la RPC para amortiguar la costísima presencia de EE.UU en Asia), y los viajes extraoficiales de Kissinger a China en 1971 (con el propósito de asentar las bases que cambiarían la dinámica de la geopolítica mundial).
A la hora de la verdad, fue este último, Henry Kissinger, por aquel momento Asesor de Seguridad Nacional de la Administración Nixon, el gran artífice de toda esta historia. Su pragmatismo diplomático quedaba reflejado en el bien conocido “Triángulo de Kissinger”, referido a la relación entre EE.UU, la URSS y la RPC. Sencillamente, la estrategia geopolítica de Estados Unidos residía en evitar, a toda costa, un acercamiento entre la República Popular de China y la Unión Soviética, pues eso significaría la derrota definitiva del modelo democrático y liberal que encarnaba Estados Unidos. Era necesario acercarse a China, no por ser un aliado ideológico o histórico, sino por el beneficio mutuo de debilitar a los soviéticos. Se apartaron las diferencias y se aplazaron cuestiones –es representativo, por ejemplo, el estatus de Taiwán (República de China), todavía sin resolver-, porque lo que primaba eran las circunstancias del momento y los intereses. El éxito de esta estrategia se hizo notar en los años siguientes: la Unión Soviética se hacía cada vez más difícil de sostener, China progresivamente se abría al comercio mundial y recibía el milagro económico como rédito (más todavía con el fin de la era Mao y la llegada de Deng Xiaoping en 1978), y Estados Unidos iba consagrando la victoria de la Guerra Fría.
Pese a todo, no todos han considerado esta estrategia geopolítica un objeto de admiración. Algunos críticos piensan que, en el largo plazo, establecer lazos con la China comunista ha sido una equivocación. Según esta postura, del mismo modo que el ejército americano entrenó a los muyahidines en Afganistán y plantó la semilla de Al Qaeda, Estados Unidos, estableciendo relaciones comerciales, diplomáticas y estratégicas con Pekín, permitió el crecimiento económico del estado que luego sería su gran “competidor” y “rival”. Y si hay una persona que, probablemente, estaría de acuerdo en esto, esta es Donald Trump.
La irrupción de Donald Trump en la política estadounidense e internacional ha supuesto un giro crucial sobre el juego estratégico, llegando incluso a cambiar las tornas entre EE.UU y la República Popular de China. Mientras que en 1972 Estados Unidos tomaba decisiones en favor del liberalismo y del comercio mundial, ahora, en 2025, promulga medidas en su contra. China, en cambio, ante el proteccionismo insistente de Donald Trump, reitera que a nadie le favorece una guerra comercial. En este marco, un nuevo triángulo geopolítico se erige, que en vez de beneficiar a Estados Unidos como en los 70, tiene el potencial de marginarlo, como en su día padeció la Unión Soviética. China, Estados Unidos y el resto del mundo conforman los tres vértices. Trump apuesta por el proteccionismo, de modo que cuestionando y entorpeciendo sus relaciones comerciales, va debilitando lazos históricos con viejos aliados, como la Unión Europea. La línea que conecta a Estados Unidos con el orden internacional que, de hecho, él mismo ha creado, poco a poco se esfuma, y en favor de unos intereses a priori estratégicos, abre paso a los sueños de China.
Xi Jinping ve en este triángulo una oportunidad. El presidente de la República Popular de China está dispuesto a ocupar el vacío que Estados Unidos va dejando con su paso, presentando a China como el aliado comercial que, a diferencia de EE.UU, es flexible, estable y amigable. Pekín va incrementando de este modo su presencia en África, Sudamérica, el Sudeste Asiático y Europa del Este, convirtiéndose para algunos estados el principal socio comercial. Si bien es cierto que determinados estados también ven con recelo a Pekín (como por ejemplo no pocos países del Pacífico), tal vez China, comparada con un Trump amenazante y espontáneo, se convierta en “el menor de los peores socios comerciales y estratégicos”.
Con todo, aquel 21 de febrero de 1972, con solo pisar el suelo de Pekín, Nixon declaraba abiertamente al mundo que la República Popular de China era aceptada dentro del orden mundial creado por Estados Unidos. Ahora mismo, en 2025, las medidas de Trump trasmiten de manera opuesta rechazo y desconfianza entre sus principales aliados, que quizá se vean forzados a girar sus cabezas hacia otro lado. El gigante asiático aprovecha esta oportunidad, y disfruta acercándose hacia la meta fijada para 2050. Xi Jinping olfatea el triunfo imperial chino, con Pekín como principio, fuente y fin de un nuevo orden mundial, y con un Washington marginado.