Como viene siendo habitual desde 2018, este año vuelve a filtrarse la noticia de la posible nominación de Donald Trump para ganar el Premio Nobel de la Paz. La última persona en impulsarlo ha sido el parlamentario noruego Christian Tybring-Gjedde, miembro del Partido del Progreso, quien ha propuesto a Trump por haber alcanzado un acuerdo de paz entre Israel y los Emiratos Árabes Unidos. Un pacto de suma importancia para la estabilidad y la paz de la región de Oriente Medio y que parecía casi imposible hace apenas dos años. ¿Es esta una razón suficiente para hacer al presidente estadounidense justo merecedor de este galardón? Para analizar esta cuestión, deberíamos plantearnos una bifurcación entre el debe y el puede, con el fin de sacar una conclusión bien fundamentada.
¿Debería ganar Trump el Nobel de la Paz?
Está claro que, desde sus inicios, la Administración Trump se ha presentado como polémica y controvertida a ojos de la opinión pública mundial por las acciones y las políticas que ha llevado a cabo. Sin embargo, y pese a la imagen del actual Gobierno, Trump ha conseguido más de lo que lograron, o incluso de lo que simplemente se propusieron, sus antecesores en relación a la política exterior del país. Solamente tres presidentes estadounidenses obtuvieron el Nobel de la Paz: Theodore Roosevelt, Jimmy Carter, y Barack Obama. Así que, a pesar de que las comparaciones resulten odiosas, para analizar si Trump debiera o no hacerse acreedor de este premio, es inevitable equipararlo con Obama, el último de sus predecesores en recibirlo.
Tras pocos meses en la Casa Blanca, Obama lo ganó por “sus extraordinarios esfuerzos para fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos”, además de por prometer la eliminación, en un futuro próximo, del arsenal nuclear. Es verdad que Obama logró algunos consensos en la comunidad internacional y apostó por el multilateralismo a través del idealismo wilsoniano. No obstante, por mucho simbolismo y discursos conciliadores que diese durante sus ocho años de presidencia, al final no consiguió todo lo que prometió.
Hay cierta ironía en todo ello. Obama se trató del primer presidente estadounidense en completar su mandato entero con tropas en combate. Desde el día que tomó posesión hasta el de su sucesión, tuvo a su ejército desplegado en Irak y Afganistán, así como en Siria, Libia, Pakistán, Somalia y Yemen. Lanzó una “tercera guerra” en Irak contra el Daesh y expandió la campaña contra el terrorismo internacional, además de respaldar el derrocamiento de Gadafi en Libia. Solamente en 2016, la Administración estadounidense llegó a lanzar 26.171 bombas contra objetivos en zonas de combate.
La principal crítica de la política exterior de Obama se concreta en que hubo buenos planteamientos hacia una cooperación multilateral pero que se tradujeron en poca acción y en unos resultados bastante nefastos. Un ejemplo de ello, la promesa de conseguir una aproximación con Oriente Medio.
Sí se puede subrayar de la Administración Obama el acuerdo nuclear que alcanzó con Irán y el acercamiento al castrismo. Pero, de nuevo, todo eso tenía tan poca base donde sujetarse que se convirtió en papel mojado una vez Trump llegó al gobierno.
En cuanto a este, es el primer presidente desde 1980 que no conduce a EE.UU. a un conflicto armado durante su primer mandato. El último que evitó hacerlo fue precisamente Carter. La política exterior de Trump se ha mostrado mucho más enérgica que la de Obama debido al nuevo rumbo que le ha querido imprimir al país. La política estadounidense ha pasado del multilateralismo al bilateralismo por la proyección de EE.UU. como potencia hegemónica global. Según esta visión, deben mantener el poder e influencia en el mundo y, por ello, hay que tratar con las demás naciones de forma directa, con el objetivo de sacar las máximas ganancias posibles sin tener que ceder ni depender de nadie.
Trump ha cumplido gran parte de lo que se propuso en política exterior, tanto para EE.UU. como para la comunidad internacional
Trump ha cumplido parte de lo que se propuso en política exterior, llevando a cabo acciones importantes, tanto para EE.UU. como para la comunidad internacional. En primer lugar, al llegar a la Casa Blanca, prometió acabar con el terrorismo internacional y salir de Irak: en 2018, las fuerzas armadas estadounidenses empezaron a abandonar definitivamente este país, dejando varias unidades para adiestrar al ejercito iraquí. En segundo, prometió salir de Siria: en noviembre de 2019, se marchó de la zona de Rojava, en el norte de este territorio. En tercero, prometió salir de Afganistán y Pakistán con el fin de concluir una guerra interminable: en marzo de este año, acordó la retirada escalonada pero absoluta de todas las tropas norteamericanas. Además, EE.UU. ha estado presente en las negociaciones de paz intra-afganas en Doha.
Otro hecho destacable se cifra en el papel diplomático que ha jugado EE.UU. para el acercamiento de países en conflicto. El caso más importante lo encarna el nuevo Acuerdo Abraham entre Israel y los Emiratos Árabes Unidos y Bahréin. Este supone un antes y un después para Oriente Medio en su busca de la paz, la estabilidad y la coexistencia de la nación judía con las naciones árabes. Además de constituir un punto de inflexión en la balanza de poder de la región. Este se trata seguramente del hito más reseñable de la política exterior de Trump desde que empezó ya hace cuatro años. Otro caso para tener en cuenta lo encontramos en la nueva aproximación entre EE.UU. y Corea del Norte. Trump ha sido el primer presidente estadounidense en pisar el país y en tener encuentros oficiales con el régimen comunista.
No obstante, hay una objeción a todo esto: la relación de enemistad entre EE.UU. e Irán. Los ataques a la embajada estadounidense en Bagdad a finales de diciembre de 2019 y principios de enero de 2020, junto con el posterior asesinato de Qasem Soleimani por parte de EE.UU., provocaron una escalada importante de tensión en Oriente Medio que podría haber desembocado en un conflicto abierto. Aunque también hay que decir que a Irán no le hubiera interesado una conflagración armada con EE.UU. por su pésima situación militar y económica.
¿Podría ganar Trump el Nobel de la Paz?
Aquí ya no hay tanto lugar para el optimismo, o el pesimismo, según se mire. El sentimiento antiamericano está suavizándose relativamente en Oriente Medio debido a la mediación de EE.UU. para entablar la paz entre Israel y los Estados árabes. Sin embargo, está creciendo de forma exponencial en otras regiones del mundo, como Europa. Con la llegada de Trump en 2016, el viejo continente ha marcado distancias. Esto se debe al buenismo europeo y al poder que tiene aquí lo políticamente correcto, de modo que cada vez se acepta menos salirse de los cánones establecidos. En el hipotético caso de que alguien lo haga, por muy adecuado que pueda resultar para los intereses de la sociedad, el efecto negativo en términos de reputación está asegurado.
El hecho de que Trump mantenga un pulso con los medios de comunicación no agrada a la opinión pública occidental, que lo acusa de hacer la guerra contra uno de los elementos clave para la libertad y la democracia en el mundo. En este contexto, los medios de comunicación del viejo continente muestran una imagen satírica y caricaturizada de Trump y, en consecuencia, de la figura del presidente de los EE.UU., por lo que esta ha decaído muchísimo entre los ciudadanos europeos. Y es que, los medios de comunicación ostentan un gran peso e influencia en la toma de decisiones y son capaces de incentivar diferentes puntos de vista en función de la causa específica que consideren necesaria. Un claro ejemplo lo encontramos en el reciente movimiento Black Lives Matter, que ha tenido una gran repercusión en todo el mundo, pero especialmente en Europa. La imagen que los medios de comunicación han mostrado es la de un país racista, represor, con grandes desigualdades y un presidente déspota. No obstante, y pese a que los europeos creemos que estos problemas sociales solo ocurren en los EE.UU. de Trump, no hay que ir muy lejos para hallar lugares similares dentro de nuestras fronteras.
Finalmente, a diferencia de otras modalidades del Premio Nobel (de disciplinas como la física, la química o la medicina), el de la paz está marcado por la subjetividad personal de los miembros del jurado que escoge al galardonado. Por lo tanto, estos deben lidiar con las tendencias políticas e ideológicas propias y de la opinión pública actual, sobre todo la occidental; y evitar ser influenciados, a fin de escoger correctamente al individuo o entidad que creen que realmente ha aportado o puede aportar más para la paz y la estabilidad en el mundo.
En conclusión, a la luz de la comparativa de los logros de Trump en su política exterior con los de Obama, sabiendo que este último ganó un Nobel de la Paz por gestos y no por hechos, y cuando no llevaba ni un año en la Casa Blanca, sería justo decir que Trump sí debería obtenerlo.
Ahora bien, resulta complicado que ocurra. Las razones son claras: el Nobel de la Paz se trata de un premio subjetivo y expuesto a la presión de la opinión pública y de los intereses políticos e ideológicos. El comité tendría que analizar los hechos reales y juzgar por ellos. Sin embargo, el peso de la sociedad civil occidental y de los medios de comunicación puede distorsionar bastante su veredicto. A partir de la imagen actual de Trump, la sociedad europea, parte de la estadounidense, y los medios de comunicación no verían con buenos ojos su elección. Algo que al Comité Noruego del Nobel no le interesa para evitar un daño de difícil reparación al prestigio de los premios. Trump lo tiene difícil.