No cabe duda de que la estupidez humana desempeña un papel relevante en cualquier guerra. Pero es difícil encontrar un conflicto bélico más absurdo que la Primera Guerra Mundial. El mundo anterior a 1914 había sido bastante liberal y civilizado. Había, sin duda, mucha gente que tenía un nivel de vida que hoy consideraríamos muy bajo y las diferencias sociales eran grandes; pero la economía crecía y la renta per cápita aumentaba de forma sostenida en todos los países, incluida Rusia, que era ya una nación que también había emprendido la marcha hacia la modernización. Existían amenazas nacionalistas y presiones para limitar el libre comercio internacional. Pero el consenso liberal era todavía firme, el sistema monetario sólido y la política fiscal de los gobiernos bastante decente, con ministros de hacienda que respetaban la norma no escrita que establecía que la acción económica del Estado debería ser limitada y un gobierno no debería gastar más de lo que era capaz de recaudar, salvo casos excepcionales.
Por otra parte, los principales monarcas europeos estaban emparentados entre sí. Y, pese a las diferencias nacionales, existía en el continente una cultura cosmopolita, al menos entre las clases altas de la sociedad. Es cierto que había disputas entre las naciones y luchas por la hegemonía. Pero era dificil imaginar que el asesinato en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, del archiduque Francisco Fernando, heredero al trono de Austria, acabaría desembocando en una guerra terrible. El conflicto de los Balcanes entre los austriacos y los serbios existía desde hacía mucho tiempo, ciertamente. Sin embargo, lo que parecía un conflicto limitado, se agravó súbitamente con el ultimátum de Austria al gobierno de Serbia, al que consideraba responsable del atentado, ya que provocó la intervención de Rusia en favor de los serbios. Austria arrastró a Alemania y al imperio Turco a la guerra; y Francia se alineó con Rusia. Y poco más tarde Gran Bretaña hizo lo mismo. Y, con menos sentido aún, lo hizo también Italia. Fue una lamentable reacción en cadena que, seguramente se podría haber evitado. Pero el entusiasmo bélico prendió en los países europeos, que marcharon al desastre, con bastante apoyo popular, por cierto.
En el verano de 1914 se pensaba que la guerra que acababa de empezar sería corta. Es cierto que, en muchas ocasiones a lo largo de la historia, se ha pecado de optimismo a la hora de establecer el posible final de un conflicto bélico. Pero, en este caso, había una razón de contenido económico que merece ser tomada en consideración. La guerra sería breve -se pensaba en aquellos momentos- porque, dado el gran aumento de costes que habían experimentado las actividades militares, resultaría imposible para los países beligerantes financiar un conflicto de larga duración. Pero la guerra duró más de cuatro años. Y el enfrentamiento fue horroroso. La vida de los soldados en las trincheras -que tan bien describió Ernst Jünger en el que es, seguramente, el mejor libro que se haya escrito sobre el tema, Tempestades de Acero- fue muy dura. Sometidos a continuos bombardeos y a ataques con nuevas armas -entre las que el gas mostaza era sin duda la más temida- los soldados pasaron por experiencias que nunca olvidarían. Se calcula que estuvieron movilizados en el conjunto de los países beligerantes cerca de setenta millones de hombres. Y de ellos, diez millones perdieron la vida; y muchos más resultaron heridos.
Como consecuencia del conflicto, el mapa político de Europa cambió de forma sustancial. Cuatro grandes imperios -el austrohúngaro, el alemán, el ruso y el turco- desaparecieron. Y muchas sociedades europeas vieron cómo a la catástrofe humana y económica se unía un abandono de muchos de los principios que habían permitido el mantenimiento del orden público y el progreso económico. Hay que recordar que, sin la Primera Guerra Mundial, no habría tenido lugar la Revolución rusa, al menos en la forma sangrienta en la que se produjo; nadie habría podido pensar que un extraño grupo denominado Partido Nacional Fascista llegaría al poder en Italia; y el nacionalsocialismo alemán, si hubiera existido, habría sido un pequeño partido sin mayor importancia. Y los grandes protagonistas de los desastres que asolarían Europa años más tarde se habrían dedicado a actividades más pacíficas. Hitler habría sido, probablemente, un modesto pintor de provincias; Lenin y Stalin habrían formado parte de la larga lista de exiliados rusos que nunca regresaban a su país; Mussolini se habría convertido en un buen periodista defensor de las ideas socialistas… y el resto del mundo habría vivido mucho mejor si esto hubiera ocurrido.