Hace unos días dos destacados republicanos, ambos candidatos a ocupar la Casa Blanca, hicieron declaraciones relativas a la guerra de Ucrania que han causado consternación o alegría, dependiendo de la posición del receptor. Uno, DeSantis, consideró que el conflicto trataba sobre reparto territorial. La realidad es que fue el propio Putin quien, antes de dar la orden de invadir Ucrania, hizo expresa referencia al sistema de seguridad europeo. Tanto la Unión Europea como la Alianza Atlántica han mantenido en todo momento que lo que está en juego es precisamente eso, la seguridad europea. Obvio es que una cuestión territorial es siempre mucho más de lo que parece, pues se pone en cuestión el valor del reconocimiento de unas fronteras por parte de la comunidad internacional, lo que afecta a los principios del derecho internacional y al papel de Naciones Unidas. El otro, Trump, en su incontinente verborrea, acusó a los neoconservadores y globalistas de haber empujado a Estados Unidos a participar en este conflicto. Aparentemente no estaríamos ante una agresión rusa a un estado soberano sino ante otra loca e irresponsable acción de una élite norteamericana que actúa de espaldas a los auténticos intereses de la nación ¿Quiénes son esos neoconservadores y globalistas en la Administración y el Capitolio? Dejando a un lado la visión que cada cual pueda tener del papel que a Estados Unidos le corresponde en este conflicto, me gustaría que nos detuviéramos en el impacto de este tipo de comportamiento entre los estados aliados o amigos. El presidente Bush ordenó la invasión de Afganistán cuando el régimen talibán se negó a expulsar a los miembros de la organización Al Qaeda tras los atentados del 11-S. Se establecieron unos objetivos, que implicaban la destrucción de los campamentos de esa organización yihadista, un cambio de régimen y la construcción de un Estado de derecho. El presidente Obama decidió modificarlos, limitándolos a derrotar a Al Qaeda. Además, no tuvo reparo en anunciar la fecha en la que las unidades desplegadas se retirarían. Aquello acabó en una bronca con los jefes militares, en la derrota y en el ridículo. El impacto sobre la imagen de Estados Unidos fue enorme. Había dejado tirados a aquellos que le habían apoyado, condenándoles a la muerte, la emigración o una vida miserable. Tras esa experiencia muchos estados comenzaron a reconsiderar el tipo de relación que querían mantener con Estados Unidos.Tras la invasión rusa de Ucrania el Gobierno de Washington asumió el liderazgo de la Alianza Atlántica para evitar las previsibles consecuencias que tendría para el conjunto una victoria rusa. Nos embarcamos en un plan improvisado, de incierto final, pero con la idea de que Rusia tenía que ser derrotada. En caso contrario estaríamos dando alas al Kremlin para ensayar otra operación semejante en Ucrania o en otro estado limítrofe. Si ahora los líderes republicanos nos anuncian un cambio de posición estarían confirmando lo que tanto Macron como Scholz advirtieron con tiempo: que no podemos confiar en Estados Unidos para solucionar este conflicto. Si no podemos confiar en Estados Unidos y la Unión Europea ha mostrado al mundo su incapacidad para hacer frente a una crisis de estas dimensiones, ¿qué nos queda? De la misma manera que los talibanes entendieron que Obama buscaba una salida digna de Afganistán, los rusos y los chinos ya han comprendido que los republicanos desean lo mismo. Los talibán aprendieron del Vietcong y premiaron a los norteamericanos con la derrota, la humillación y el ridículo. Rusos y chinos toman posiciones para hacer lo mismo y, de paso, dividir a los europeos, dañando todo lo posible tanto la Alianza Atlántica como la Unión Europea. El resto del mundo asiste con preocupación al espectáculo. Los Gobiernos responsables ven con alarma la penetración china, pero evitan el compromiso con Estados Unidos para no verse arrastrados a campañas diplomáticas o militares carentes del suficiente respaldo parlamentario y, por lo tanto, condenadas al fracaso. Hoy la otrora gran potencia se ha convertido en un ente voluble, incapaz de mantener una política en el tiempo y volcada a resolver sus problemas internos sin mostrar sensibilidad a los efectos de sus políticas sobre los demás. Todo ello lleva a un creciente ejercicio de equidistancia entre las dos grandes potencias, que beneficia más a China que a Estados Unidos. A pesar de los graves errores cometidos por el gobierno de Pekín, sus dirigentes se están encontrando con unas oportunidades en el entorno internacional que no son fruto de su inteligencia política, sino del errático comportamiento norteamericano.