No me lo creo. Todavía no asimilo la noticia que saltó ayer por la mañana. ¿Dragó ha muerto? Tan solo hace unos días nos escribíamos pensando en visitar el campo y coincidir en San Isidro. La inesperada presencia de la muerte nos gana la partida cuando menos te lo esperas, pero en el caso de Fernando Sánchez Dragó, la muerte era una vieja amiga, un sentir que ya sabía explicar, una apuesta que no le daba miedo porque le gustaba jugársela, como un torero en el ruedo, como en la vida. Para el resto de los mortales, hablar sobre la muerte no resulta ser plato de buen gusto. Es incómodo. A Fernando no le pregunté si tenía miedo a la muerte, probablemente porque la respuesta ya la conocía, pero de alguna forma, entre conversaciones y preguntas variadas, el rico análisis y profundidad que atesoraban sus argumentos, dejaban ver su opinión al respecto del fin: “El hombre no sabe que hay que llevar la muerte, que es el momento más importante de la vida, como una compañera constantemente”. Y así me lo contaba, con toda la naturalidad del mundo, como debe de ser. Nuestra reciente entrevista—probablemente de las últimas que concedió hace dos meses– fue en su casa del barrio madrileño de Malasaña, una zona que, según él, “ya no es lo que era”. La excusa era hablar sobre libertad de expresión en un mundo donde “somos menos libres que nunca”, y no solo a la hora de comunicar, sino en la propia vida. ¿Tenemos miedo a ser libres? ¿Preferimos ser “bichitos”? como Fernando me contaba. “Soy como los gatos”, y me lo creo. Más que siete vidas, ha vivido una vida plena de episodios variopintos y protagonizados por su creatividad y pasión. “Quien tiene un carácter, tiene un destino”. Él no ha vivido una vida de días iguales, sino una batalla permanente por aportar algo nuevo al mundo que le rodeaba. Aun así—osada de mí— le pedí que se definiera con una palabra y casi me tira los trastos a la cabeza. “Isabel: odio la brevedad”. Y lo sabía. Pero como no le quedaba otra, entre risas me dijo: “escritor”. Y me lo creo. Con su pequeño Akela jugaba a escribir un libro de historias fantásticas, viajes y vidas llenas de aventuras. En cierto modo creo que Fernando le contaba su vida en verso siendo los dos los héroes del momento y eternos para siempre.
Sin saberlo, durante el final de nuestra visita, una frase de Petrarca iba a expresar de la mejor manera posible el adiós de uno de los mejores intelectuales y comunicadores de nuestro país: “Un bel morir tutta una vita onora”. Una muerte hermosa honra toda una vida. En silencio y en paz, te has ido dejando un legado inmenso y un eco inmortal. Y es que como bien decías querido Fernando, “envejecer es parar y mientras proyectes, no envejeces”. Te vas de un mundo que está perdiendo el sentido común, donde el conformismo y la falta de personalidad está a la orden del día. Será difícil llenar un hueco tan grande, pero no hubiera imaginado mejor final para una vida tan excepcional. Hasta la próxima entrevista, maestro.