La economía del bienestar de Pigou
2 de julio de 2015
Por admin

Cuando me preguntan cuál es, en mi opinión, el economista del pasado que mayor influencia ejerce en nuestro mundo actual, contesto, sin dudar, que Arthur Cecil Pigou. Su nombre no es, ciertamente, el más conocido para la opinión pública; pero sus ideas sobre el papel del Estado vienen condicionando, desde hace casi un siglo, la política económica de la mayoría de los gobiernos del mundo.

Nacido en la isla de Wight en 1877, ocupó entre los años 1908 y 1943 la prestigiosa cátedra de Economía de la universidad de Cambridge, en la que sucedió a Alfred Marshall, uno de los creadores de la moderna microeconomía. Su ideología era, claramente, de izquierdas, con las peculiaridades que este término tenía en el Cambridge de la primera mitad del siglo XX. Desconfiaba Pigou de la actividad económica privada y tenía una gran fe, en cambio, en el papel que los Estados pueden desempeñar no sólo en la gestión de la economía, sino también en el comportamiento mismo de las personas, ante el cual el sector público no podía permanecer neutral. De hecho, su inclinación hacia el socialismo estaba relacionada con la visión elitista de la sociedad que compartían muchos profesores e intelectuales británicos de la época, de acuerdo con la cual la élite cultural y académica podría, gracias a sus conocimientos y a su actitud benevolente hacia las personas de otras clases sociales, dirigir la política del país en beneficio de todos.

El principio fundamental de su economía del bienestar era que, desde el Estado, se puede elevar la eficiencia de la economía y mejorar las condiciones de vida de la gente. Es importante, en este sentido, su teoría sobre los denominados fallos del mercado; y en especial sobre lo que denominó externalidades, es decir, situaciones en las que el mercado no funciona bien porque la actividad económica genera efectos sobre terceros, que él pensaba que se podían corregir mediante impuestos y subvenciones públicas. Y a estas consideraciones añadía la idea de que el ciudadano medio no está siempre capacitado para adoptar las decisiones de inversión o consumo que a él mismo más le convienen. Así pensaba que “muchas personas no son capaces, dada su falta de conocimientos, de invertir sus recursos económicos en sí mismos y en sus hijos de la mejor manera posible”. Y añadía que “el arte de gastar el dinero está mucho menos desarrollado que el arte de ganarlo, no sólo entre los pobres, sino entre todas las clases sociales”. La conclusión es simple: nuestro bienestar mejoraría si el Estado decidiera qué es lo que debemos o no debemos consumir.

Hoy sólo podemos gastar de acuerdo con nuestras propias preferencias una parte de nuestros ingresos; el resto de nuestro consumo lo deciden quienes controlan el gobierno y se suponen que tienen mejor información sobre nuestras vidas que nosotros mismos; y, sobre todo, mejor criterio. Al viejo profesor Pigou se lo debemos en buena medida.

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