El pasado 27 de octubre terminó el Sínodo para la Amazonia, celebrado en Roma. Han sido tres semanas de conversaciones e intensos debates acerca de la ordenación sacerdotal y, muy especialmente, sobre el medioambiente. Este es un tema que parece monopolizar la atención de los medios en la actualidad, y ahora tiene toda la atención de la Iglesia Católica y, en particular, del Papa Francisco.
El discurso ecologista ha sido parasitado por ideologías perversas, convirtiéndose de facto en la última causa del marxismo cultural. Y precisamente por este motivo, la Iglesia ha de navegar con cautela estas aguas, especialmente en el contexto sociocultural y geográfico de la Amazonia, considerado por muchos como uno de los reductos de la teología de la liberación, tan presente todavía en la Latinoamérica actual.
La deriva ideológica que ha adoptado el ecologismo actual también lo sitúan como antagonista al desarrollo empresarial y el libre mercado, al que critica de ‘destructor’ de comunidades, de la igualdad y, por descontado, del Planeta. Sin embargo, esta acepción del capitalismo es incorrecta por dos motivos, principalmente. En primer lugar, porque el libre mercado convive con, e incluso requiere, un proceso de destrucción creativa continua que no es sino “el hecho esencial del capitalismo”, como señala Schumpeter en Capitalismo, socialismo y democracia (1942), bajo la premisa de que, en aras de alcanzar cotas más elevadas de prosperidad, la eficiencia y la productividad dejan tras de sí aquellos sectores o empresas menos competitivos, en los que el protagonista es siempre el emprendedor innovador.
No obstante, lo que el Sínodo y otras voces han puesto de manifiesto es el segundo factor: la continua adaptación del capitalismo. El libre mercado tiene como una de sus señas de identidad su instinto de supervivencia a través de su adaptabilidad a un mundo cambiante; a un panorama político, un contexto económico y unas demandas sociales en permanente transformación. Sin embargo, en cuanto a la actual expresión o causa ecologista, esta respuesta parece haber sido demasiado lenta y, o bien el capitalismo se transforma a sí mismo, o lo hará la presión social y una ola regulatoria de inmensas proporciones.
A esta nueva sensibilidad hacía referencia hace apenas un par de días, Ana Botín, presidenta del Banco Santander, la primera entidad financiera española y el mayor banco de la Eurozona, en el marco de la XII Conferencia Internacional de Banca. Como señaló Botín, es preciso “reformar el capitalismo” y repensar el papel que las empresas juegan en la sociedad.
Esta nueva mentalidad que ha de adoptar la empresa privada va mucho más allá del ya clásico debate Friedman (teoría de los shareholders)-Freeman (teoría de los stakeholders). Ha de responder a una súplica —y, cada vez más, exigencia— social que, además, es ‘licencia’ para operar. Y aquí, la fe cristiana puede —y debe— arrojar luz. Como señala el Génesis, Dios dejó al hombre como guardián de la naturaleza e instó a que fuésemos co-creadores con Él. Por ello, el pesimismo antropológico que se ha apoderado del ecologismo no se explica salvo bajo la óptica marxista, que ha encontrado a su enemigo en la capacidad creativa del libre mercado.
Ante este panorama, la reflexión ha de ser doble. Por un lado, el capitalismo ha de transformarse profundamente para adaptarse a estas nuevas realidades sociales y demandas medioambientales. Y, simultáneamente, ha de ser capaz de transmitir los cambios que protagoniza, bajo la premisa de que no sólo se acomodan mejor al contexto que le rodea, sino que también salvaguarda la libertad, tan frecuentemente olvidada en la búsqueda de la igualdad.