La insoportable presión de los alarmistas del clima pone en peligro nuestras libertades. Quieren intervenir en nuestras vidas. Tildan de anticientíficos a quienes analizamos la cuestión del clima desde el racionalismo crítico. Nos hacen corresponsables de la catástrofe climatológica que, dicen, se seguirá de la negativa a aplicar las drásticas medidas que proponen.
Ante la histeria climática que nos rodea deberíamos hacer cuatro preguntas: si la tendencia al calentamiento global no se debe más a causas naturales que sociales; si de verdad estamos en puertas de una catástrofe climatológica que exija inmediatas medidas de ascética social; si recordamos lo bastante el fracaso de la planificación centralizada en el siglo XX; y si no estaremos olvidando las posibilidades de la ciencia y la tecnología para protegernos del deterioro del clima.
La idea de que el fin del mundo está próximo siempre ha atraído a la humanidad pecadora. Baste con remontarnos al clérigo Tomás Malthus, quien en 1798 afirmó que el crecimiento demográfico inevitablemente sobrepasaría la capacidad de producir alimentos, a menos que los humanos nos impusiéramos la continencia sexual. (El curioso lector puede comprobar mis referencias en internet). En la segunda mitad del siglo XX menudearon las profecías de quienes nos exhortaban a arrepentirnos. Así, Rachel Carson, en su libro Primavera silenciosa (1962), profetizó que el uso del DDT acabaría con las aves del cielo y sus cantos, y que el envenenamiento químico resultante haría que «prácticamente el cien por cien de la humanidad desapareciera en una generación por una epidemia de cáncer». El profesor Paul Ehrlich publicó La bomba demográfica en 1968, libro en el que predijo que cientos de millones morirían de hambre en la década siguiente; y también se mostró dispuesto a apostar que Inglaterra habría dejado de existir en el año 2000. Lo cierto es que disminuye la velocidad de crecimiento de la población. El Club de Roma erró todas las predicciones del informe Límites del crecimiento (1972) y pese a todo sigue exigiéndonos enmienda, ahora para salvar el clima. William Nordhaus, Nobel de Economía de 2018, en su libro titulado El casino del clima (2013, 2019), sugiere que los negacionistas juegan el futuro de la humanidad a la «ruleta rusa», por su empeño en ignorar la probabilidad de una inminente catástrofe climática, aunque sin concretar las coordenadas de tiempo y lugar del cataclismo.
Escuchemos voces más prudentes. Edward Lorenz, uno de los fundadores de la teoría de la complejidad y el formulador del famoso «efecto mariposa», subraya lo incompleto de los modelos de predicción atmosférica mientras no incluyan los efectos de las erupciones volcánicas y los cambios en las corrientes marinas profundas (véase Palmer y Hagedorn, eds. 1996, 2006). Añade, con un punto de ironía, que espera que nuestros modelos pronto nos permitan predecir el tiempo con tres semanas de antelación como hoy lo hacemos con dos. ¿No estará diciendo que pontificar sobre la situación de la atmósfera en el año 2050 ó 3000 es un atrevimiento?
Un indicio de cuán poco sabemos sobre el clima es el gráfico 10 del mencionado libro de Nordhaus. Recoge una estimación de las temperaturas de Groenlandia (la «Tierra verde» la llamaron los vikingos) a lo largo de los últimos 400 siglos. Ahí se ve que, hace unos 80 siglos, tuvo lugar una abrupta e inexplicada subida de la temperatura media de –40 a –30 grados centígrados. Poco después comenzó a florecer la cultura del homo sapiens, pero aún faltaban 70 siglos para que se iniciara la Revolución Industrial, causante, dicen, del recalentamiento actual. Si esa desglaciación se inició hace 80 siglos sin intervención del hombre, deberíamos concluir que la mayor parte del calentamiento global de hoy puede atribuirse a fuerzas naturales. Además, nuestra pretensión de controlar con una planificación global la evolución del clima a lo largo de los próximos siglos peca de soberbia.
Eso no quita para que busquemos adaptarnos de manera inteligente a los cambios de nuestro entorno natural; y difundir una actitud de mayor respeto a la naturaleza. Pero como la catástrofe climática no está a la vuelta de la esquina y las medidas propuestas por nuestra Juana de Arco sueca pecan de utópicas, podemos probar actuaciones ajustadas a las circunstancias de cada tiempo y lugar –y comprobar modos de eficacia comprobada: el libre mercado, la cooperación social y el progreso técnico.
El admirable Ronald Coase, autor de El problema del coste social (1960), hizo ver que las repercusiones negativas de ciertas actuaciones individuales, como el ruido de un vecino molesto o los humos de la fábrica del pueblo, pueden resolverse en bien de todos si se reducen los costes de transacción de las negociaciones entre los afectados. Esto no excluye que las autoridades faciliten y garanticen el cumplimiento de lo que a todos conviene pero que nadie se fía de que todos cumplan: así se hizo en el caso del «puré de guisantes» de Londres –y podría aplicarse ahora a las nieblas de Pekín o Nueva Delhi. Elinor Ostrom, la única mujer premiada con el Nobel de Economía, dedicó su vida al estudio de la cooperación comunal para evitar el agotamiento de bosques, aguas de riego, y bancos de pesca en los cinco continentes. Se interesó por el milenario Tribunal de las Aguas de Valencia. Valdría la pena aplicar su modus operandi a la contaminación atmosférica (Hayek Memorial Lecture, IEA, 2012), buscando la descentralización espontánea, en vez de tomar medidas de planificación mundial.
No hace falta que los líderes políticos y empresariales corran a unirse a la procesión de los amantes de la Tierra, ni siquiera si se llaman Al Gore. Notemos con optimismo la reducción espontánea del uso de energía por unidad de producto desde hace decenios, porque los servicios de nuestra civilización capitalista se están desmaterializando. Los avances tecnológicos traídos por la libertad científica y la innovación empresarial contribuyen a reducir de forma espontánea la energía gastada por unidad de producto en todo el mundo. Incluso hay país que lleva tiempo reduciendo su gasto total en energía. ¿Saben en qué país ha caído y sigue cayendo ese gasto total en energía, descontada la inflación, año tras año? (Monthly Energy Review, nov. 2019). Pues, pese a Donald Trump, en los denostados EE.UU., donde el gasto energético en 2016 había caído al nivel de 2003.