Para desgracia de los socialistas, la pasión por la propiedad privada está sólidamente inscrita en la naturaleza humana. Ya antes de caminar, las primeras palabras que aprenden los niños son dos. Primero aprenden a decir «no». Son negacionistas, es decir, fascistas. No quieren comer el puré de verduras ni las frutas de por la tarde ni se quieren echar la siesta ni tampoco irse a dormir por la noche. Todo es una confabulación para minar la paciencia de los padres. El iniciático signo de rebeldía contra la autoridad. La segunda palabra que aprenden es «mío». Les compras un cochecito para jugar -yo siempre he preferido las excavadoras- y si alguien de su edad y condición osa arrebatarlo enseguida esgrimen el derecho de propiedad: «esto es mío». Y lo combaten con uñas y dientes.
Pero la política, sobre todo en manos de la izquierda, ha degradado este legado consustancial a la existencia del hombre sobre la tierra. Y en España mucho más.
En este país prisionero estos últimos años de dirigentes trapisondistas, desequilibrados e ignaros, que es el único lugar del mundo donde pueden sentarse en el Consejo de Ministros, ha aparecido gracias a su beneplácito y concurso un fenómeno anómalo y repugnante: la okupación de la vivienda ajena. Una usurpación de la propiedad privada que ha encontrado el favor de los partidos antisistema e incluso, en los tiempos que corren, la complicidad descarada del Gobierno de Pedro Sánchez, que en la inicua ley de vivienda que será aprobada hoy en el Congreso entorpece aún más el derecho a la conservación de la propiedad a toda costa y su eventual recuperación frente al asalto de unos cuatreros alentados con argumentos ridículos como la vulnerabilidad y la situación de extrema necesidad de quienes, en medio de una impunidad creciente, aprovechan las inevitables ausencias del domicilio por las razones que sea para instalarse, hacerse fuertes, incurrir en la delincuencia y desafiar el orden natural de las cosas.
Para Podemos, que no en vano tiene unos orígenes presididos por el activismo antidesahucios, la falta de apetito por el trabajo, la aversión por la ducha diaria, la querencia por el subsidio, el resentimiento de clase, así como el rechazo de la excelencia, del éxito profesional y desde luego de la acumulación de capital, esto de la okupación no es un problema. Es un invento de la derecha que en ningún caso perturba el sueño de los españoles. Y esta es también la posición del presidente Sánchez al respecto.
La gran amiga Amalia Blanco ha escrito un tuit en el que dice no entender la lasitud del sanchismo ante este fenómeno que en su opinión no solo es grave, sino que no proporciona votos, sobre todo si damos por hecho que en España todavía el número de personas normalmente constituidas supera a las que tienen una deficiencia mental o han sido contaminadas por la cultura de los parias de la tierra. Yo, en cambio, creo entender las razones por las que Sánchez adopta esta postura. La fundamental es porque sigue necesitando a las distintas variedades de perroflautas para sostenerse en el poder y aguantar hasta las elecciones; la segunda es que si logra conseguir un resultado digno, digamos que una derrota dulce, puede seguir necesitando a la escoria política para seguir gobernando cuatro años más.
Esta disparatada ambición de poder esconde que el fenómeno de la ocupación es, en realidad, tremendamente grave, no solo desde el punto de vista ético y moral, sino económico y social. Según un estudio elaborado por la Fundación Civismo, la ocupación supone una devaluación media de 8 euros por metro cuadrado en Madrid y de 15 euros en Barcelona. Sumando únicamente ambas ciudades (de las que más datos se dispone), la ocupación supondría una pérdida de 22 millones anuales, como consecuencia de las rentas que cesan de generar los propietarios por no disponer libremente de su inmueble al haber sido invadido por la fuerza.
Más de un 30% de las casas ocupadas pertenece a familias y esto tiene varios efectos directos sobre el tejido social: disminuye la seguridad jurídica del mercado de alquiler y de la venta de inmuebles; se reduce la oferta de pisos disponibles para arrendar, dificultando el acceso a una vivienda para aquellas personas con menos recursos; aumenta el precio de los inmuebles en venta en zonas con baja okupación, al producirse un éxodo de aquellas áreas de las ciudades con mayor presencia de esta lacra; se generaliza la inseguridad ciudadana en multitud de comunidades de vecinos y se dificulta enormemente el acceso a un alojamiento de aquellas familias con menos recursos económicos.
Para calibrar el daño que la okupación causa sobre los hogares, cabe resaltar el peso de la vivienda sobre sus recursos, siempre limitados. Por fortuna, España es un país insólito en Europa en términos de propiedad. Un suceso espectacular que empodera a las personas, eleva su autoestima, induce el cuidado y la atención por el patrimonio y asegura su jubilación. Según el Banco de España, más del 50% de la riqueza de la familia media española está constituido por el valor de la primera vivienda, con la segunda residencia alcanzando más del 24% del patrimonio de las familias. De manera que la okupación supone una amenaza tanto para los recursos de los hogares como para su futuro, tensionando el mercado de la vivienda y promoviendo la inseguridad ciudadana.
La okupación no solo contribuye a incrementar el precio del alquiler. Provoca un efecto desincentivador sobre la inversión en vivienda, tanto para la compra de inmuebles destinados al alquiler como sobre la rehabilitación de pisos ya arrendados, deteriorando progresivamente su estado de conservación. Este efecto es más pronunciado en aquellos barrios con mayor presencia de la okupación, que son precisamente los que registran una menor renta per cápita, los más pobres, los de la gente en una situación precaria, y, por tanto, los que más sufren las políticas descabelladas de los que dicen defenderlos.
La okupación se ha convertido no solo en una forma de acción política de algunos movimientos y partidos, sino en un elemento de inestabilidad social e inseguridad temible. La Fundación Civismo propone un decálogo de medidas contra la okupación: aprobar una ley que permita el desalojo en un plazo máximo de 24 horas; aumentar las penas correspondientes al delito de usurpación de vivienda; prohibir que un inmueble que ha sido okupado puede ser considerado morada o domicilio; revocar la inscripción en el padrón municipal de cualquier okupa; crear un nuevo delito de instigación y apoyo a la okupación de viviendas; incrementar la protección jurídica frente a la actuación de las mafias; incrementar las ayudas a los propietarios de viviendas okupadas desde las Administraciones Públicas; introducir como delito tipificado la conexión ilegal a suministros básicos, como ocurre frecuentemente con la red eléctrica; diseñar mecanismos legales y administrativos que permitan a las compañías suministradoras de estos servicios resolver los contratos sin coste al hallarse la vivienda okupada y garantizar a través de una reforma legal que las comunidades de propietarios puedan ejercer acciones directas contra los delincuentes. Todas me parecen perfectas, todas deberían formar parte del programa político del Partido Popular para acabar con esta anomalía cívica.
Pero yo propondría una adicional y definitiva, resumen y corolario de las anteriores: habilitar a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, básicamente dedicados ahora a poner multas a los ciudadanos corrientes por las acciones más inofensivas, a echar a patadas a los delincuentes, y a los jueces a encausarlos por motivos más que legítimos. También sería oportuno voltear, a través del sufragio, a los irresponsables como Sánchez que patrocinan este tumor económico y social que ya ha entrado en una fase de metástasis.
Para leer el artículo en Okdiario, haga clic en el siguiente enlace: