El secretario general del PSOE Pedro Sánchez ha planteado la creación de dos nuevos impuestos que sirvan para financiar las pensiones públicas. En realidad, no se trata de una iniciativa nueva, puesto que hace casi dos años en medio del caos político que vivió España con la convocatoria de las segundas Elecciones Generales seguidas, el mismo Sánchez planteó esto mismo, pero en la forma de una “tasa especial sobre las grandes fortunas”.
Sea de una forma u otra, la cuestión es analizar si el diagnóstico del principal partido de la oposición es razonable ante los problemas de sostenibilidad y suficiencia del sistema público de reparto y si la solución se ajusta al marco normativo actual y genera unos incentivos favorables para el crecimiento y el empleo. El debate es oportuno, ya que el déficit de la Seguridad Social está en máximos y ya prácticamente ha dejado de existir el Fondo de Reserva.
Por un lado, el señor Sánchez ha evitado hacer un análisis en profundidad, simplificando la cuestión y limitándose a considerarlo como un problema de ingresos. Mezclando otros debates como la desigualdad, el líder de la oposición determina que la base imponible de estos nuevos impuestos debe ser el beneficio de los bancos, combinado con lo que denomina “transacciones financieras” (¿una nueva Tasa Tobin?).
No es de recibo una frase así para referirse a un futurible contribuyente y menos para aparentar solidez en una propuesta de tan importante calado como ha anunciado. ¿A qué se refiere con beneficio? ¿Al resultado neto? ¿Al resultado de explotación? ¿Al resultado antes de impuestos? ¿Es consciente el PSOE de que en España no hay beneficios bancarios reales entre 800 millones y 1.000 millones como quiere recaudar con esta nueva figura? Si bien la Asociación Española de la Banca (AEB) publicó un resultado atribuido de 10.168 millones de euros en el acumulado de enero a septiembre de 2017, la mayor parte de ellos no han sido generados en España, sino que son puramente anotación contable de “efecto sede” en el grupo consolidado.
Pero esto no es todo. Si Sánchez entiende por “beneficios bancarios” el resultado antes de impuestos, un nuevo gravamen sobre éste choca directamente con la legalidad, puesto que no se pueden cobrar dos impuestos sobre un mismo hecho imponible. Evidentemente, el impuesto que ya se cobra es el de Sociedades y con un añadido que ha pasado desapercibido: la banca, junto a las petroleras, son las únicas entidades a las que no se les ha bajado el impuesto de Sociedades en 2015 y 2016: siguen pagando el 30 por ciento, frente al 25 por ciento general. También choca con la nueva circular contable del Banco de España sobre las deducciones de las provisiones y la utilización de los créditos fiscales.
Y, por otro lado, atendiendo a un diagnóstico simplista y que no tiene en cuenta detalles importantes como los mencionados, menos lo es la solución propuesta. En primer lugar, un impuesto, por definición, no puede tener carácter “finalista”. Así lo dice el artículo 31 de la Constitución, el cual establece los impuestos como forma de financiar los gastos comunes. De hecho, el único impuesto finalista que existe –y, precisamente por eso, no se llama “impuesto”–es la cotización a la Seguridad Social.
En segundo lugar, este plan esgrimido por Sánchez ignora la estricta independencia del Presupuesto de la Seguridad Social. En este sentido, los impuestos ordinarios no pueden financiar bajo ningún concepto los gastos de la Seguridad Social ni tampoco se puede pagar gasto del resto de las Administraciones Públicas con cotizaciones sociales. Lo que sí puede hacer es dar créditos, como es el caso del Tesoro a la caja de la Seguridad Social para pagar parte de las pensiones de diciembre. Pero en ningún caso el Tesoro es el que paga las pensiones. Por tanto, España tendría que pedir a la Comisión Europea una reforma del Sistema Europeo de Cuentas Nacionales (la normativa contable vigente en este momento, SEC 2010) para que un tributo de naturaleza ordinaria pueda financiar un gasto propio de una administración independiente, como es la Seguridad Social.
Dado este hecho, incluso siendo conscientes de que la Ley tiene “recovecos” y que se pueden hacer interpretaciones del Derecho, la propuesta tiene dos formas de ser puesta en marcha: o bien, excluir el gasto en pensiones de la Seguridad Social y pasarlo a Presupuestos para que sean financiadas por el conjunto de los impuestos que hoy se recaudan más los nuevos que se pretendan poner (lo cual supone el fin del sistema de la Seguridad Social); o bien, crear los nuevos tributos dentro de la caja de la Seguridad Social, lo cual legalmente chocaría con las cotizaciones, puesto que son la única figura, concebida desde el origen, que grava el salario bruto. Y dos impuestos finalistas sobre el salario tampoco serían posibles.
Por consiguiente, la reforma del PSOE carece de toda realidad en el mejor de los casos. Pero si se evalúa desde una óptica más pesimista, toda la propuesta podría convertirse en una subida encubierta de las cotizaciones sociales –actualmente en el entorno del 29,9 por ciento del salario bruto como cotización patronal y el 6,35 por ciento como cotización a cargo del trabajador– sin querer asumir el enorme coste político y de impopularidad que es salir a la opinión pública a decir a toda la masa salarial española que cobra menos de 1.000 euros brutos al mes que va a ganar aún menos y que encima su empresario va a tener que pagar más por tenerlos contratados.
Es, en suma, una pésima idea económica, que penaliza el empleo y crea un riesgo alto de destrucción de puestos de trabajo en un país con una tasa de subempleo del 50,2 por ciento. Además, convertiría a España en el país con las cotizaciones sociales más altas del mundo desarrollado, sin solventar el problema de raíz de las pensiones públicas de reparto: demografía, productividad, movilidad del factor trabajo… Ahí es nada para una población asalariada muy castigada ya de por sí por la carga fiscal directa sobre el trabajo, como señala año tras año el “Día de la Liberación Fiscal”.