La comparecencia del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, ha disipado un importante temor, como era una posible deriva populista del Gobierno materializada en una subida generalizada de las pensiones, incluso llegando a indexarlas de nuevo al IPC. Afortunadamente, esto no ha sido así, frustrando los deseos de la oposición, que querían incrementar el gasto estructural en pensiones poniendo en riesgo el sistema a medio plazo (más aún de lo que ya de por sí está).
A cambio de esto, el Gobierno vincula la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado para este 2018 a una subida de las pensiones mínimas, los complementos a mínimos de pensiones contributivas y también pensiones que están clasificadas como contributivas, pero que stricto sensu no lo son, como las de viudedad y orfandad. En este sentido, el presidente Rajoy adopta las tesis expuestas por diversos economistas que en los últimos años han abogado por “blindar” las pensiones mínimas y controlar el gasto estructural del conjunto del sistema, tal como exponen Javier Díaz Saavedra Giménez y Julián Díaz Saavedra en su papel Spanish Minimum Pensions after the 2013 Reform (Pensiones mínimas en España tras la reforma de 2013), publicado en 2015 en la Revista Estudios de Economía Aplicada. Más allá de la maniobra política que esto supone para el Gobierno respecto a la oposición, en cierta manera tranquiliza el discurso del presidente Rajoy en lo que respecta a mantener a raya el gasto en pensiones, creciendo al ritmo que plantea la entrada de jubilados con bases de cotización más elevadas y un mayor horizonte de longevidad.
Los políticos son los primeros que no pueden perder de vista que no se puede prometer gasto estructural que, a medio plazo, no se pueda cumplir, aunque desgraciadamente eso es lo que pasa en demasiadas ocasiones. Y menos en materia de pensiones, donde el sistema de reparto está en un déficit estructural en el entorno de 10.000 millones de euros cada anualidad y, al mismo tiempo, hay que cumplir el compromiso adquirido con Bruselas de reducir el déficit público, si España quiere seguir siendo miembro de la eurozona.
En sí, no puede ser una buena noticia que el debate en las Cortes esté centrado en volver a indexar las pensiones al IPC, entre otras cosas porque el IPC es una medida pésima de poder adquisitivo de los jubilados. La cesta de la compra de un jubilado se parece muy poco a la que se utiliza para calcular el IPC, ya que infrapondera todos aquellos gastos más importantes para los mayores, como son los gastos corrientes del hogar incluyendo alquiler imputado (43 por ciento), el gasto en alimentación y bienes de primera necesidad (12 por ciento) y el gasto sanitario (9 por ciento), todos ellos en porcentaje sobre el total del presupuesto familiar en media nacional (véase en el estudio Longevidad y Cambios en el Ahorro y la Inversión, junio de 2017).
Debería estar preocupado por la evolución del sistema y por hacerlo sostenible en el tiempo, introduciendo mecanismos complementarios y estimulando el saneamiento de los balances financieros de las familias. Hay serias dudas de que la Seguridad Social sea capaz de generar un crecimiento anual acumulativo y sostenido del 6,27 por ciento hasta 2020, para cerrar al menos el déficit cíclico y alcanzar los 160.000 millones de euros que gastará España en pensiones para entonces, aplicando un escenario conservador (crecimiento del gasto un 3,5 por ciento anual medio).
Por consiguiente, dentro de la lógica del sistema de reparto, se deben buscar nuevas reformas y ajustes, comenzando por clarificar la relación entre contribución y prestación o, lo que es lo mismo, cuánto aporta un cotizante y cuánto recibe de pensión a valor actuarial. Tal es la complejidad del sistema que en este momento es muy complejo determinar con precisión este aspecto, dado el grado de ocultación de elementos tan importantes como la cotización patronal o mezclando prestaciones que nada tienen que ver con haber cotizado antes con otras que sí lo han hecho. En este sentido, un paso fundamental sería separar definitivamente el gasto en pensiones no contributivas de las pensiones contributivas, pasando las primeras a Presupuestos Generales del Estado. Al fin y a la postre, en un sistema deficitario como el actual, en vez de sacar el dinero a través de créditos sobre otras partidas presupuestarias, pagarlo directamente con impuestos o con reducción de gasto de otras rúbricas. Con los datos del presupuesto de 2017, los 7.000 millones en cifras redondas destinados a pagar complementos a mínimos y los cerca de 20.000 millones de euros consignados para pagar pensiones de viudedad y orfandad, deberían ser sacados de la caja de la Seguridad Social y pagados vía Presupuestos Generales del Estado.
De esa forma, el contribuyente sería consciente de estos gastos, que no se corresponden estrictamente con cotizaciones efectuadas por el beneficiario (una cosa es que exista una cierta relación entre circunstancias del beneficiario y la pensión de viudedad y orfandad, pero no ha sido porque el beneficiario haya cotizado, sino por lo que ha cotizado la otra persona fallecida) y, por tanto, podría decidir si quiere subir las pensiones mínimas a cambio de pagar más impuestos o reducir el gasto público en otras partidas. Ahora eso no es posible discriminarlo.
El contribuyente medio no sabe cuánto cuestan las promesas de gasto, hasta que no nota en algún momento dado una subida de la presión fiscal de forma inesperada. En resumidas cuentas, no se trata de maquillar el déficit estructural de la Seguridad Social, sino poner orden en un sistema donde la correspondencia entre contribución y prestación está enormemente diluida. Ahora bien, esto plantea un problema de primera magnitud al Gobierno y es decidir cómo pagar este gasto. Aunque ahora sea atractivo emitir Deuda, podría no serlo en un futuro inmediato si se endurecen las condiciones financieras.