Con cierta periodicidad se escuchan en España comentarios sobre la mala situación de las cuentas de la Seguridad Social y la necesidad de reformar su financiación. Se lamentan los políticos de la oposición y los sindicatos de que el Gobierno utilice, para financiar sus gastos ordinarios, recursos del Fondo de Reserva de las pensiones. Se reclaman nuevas reuniones del Pacto de Toledo, acuerdo en el que, desde hace muchos años, se ha depositado una confianza en verdad exagerada. Y se pide, de vez en cuando, un gran debate nacional sobre el futuro de nuestra Seguridad Social.
Ésta última demanda es, en mi opinión, la más sorprendente de todas. No porque no sea preciso discutir qué vamos a hacer con un sistema mal diseñado, que hace aguas por todas partes; sino por el hecho de que, si algo se ha evitado de forma consciente en este país, a lo largo de muchos años, ha sido precisamente un debate serio sobre el tema. A quienes venimos señalando –a lo largo, literalmente, de décadas– que nuestro sistema de pensiones no tiene futuro tal como está hoy diseñado y que los actuales cotizantes no tenemos garantía alguna de poder cobrar en el futuro una pensión similar a las que hoy están percibiendo los actuales jubilados, se nos ha acusado de agoreros; y nuestras propuestas de reforma han sido –simplemente– silenciadas, poniendo especial cuidado en que la gente no se enterara de la situación en la que nos encontrá- bamos. Y en esto han coincidido todos los partidos políticos.
Una de las cosas peculiares que nos ocurren a quienes somos economistas profesionales es que intentamos hacer uso de nuestros mayores o menores conocimientos sobre el tema para calcular cómo puede afectar a nuestra pensión futura la crisis del modelo. Como el asunto viene de antiguo, son ya bastantes los cálculos que he hecho en mi vida. Mis primeras estimaciones indicaban que la Seguridad Social se enfrentaría a serios problemas financieros en torno al año 2020; es decir, la fecha en la que tengo previsto jubilarme. Esto resultaba, sin duda, bastante deprimente; pero era un indicativo claro de que tenía que ajustar mis finanzas si quería mantener a partir de esas fechas un nivel de vida similar al que tengo hoy.
Luego las cosas mejoraron, al menos en apariencia. La entrada de cinco millones de inmigrantes en un país del tamaño de España supuso tener que cambiar todas las estimaciones sobre la evolución prevista de la población y sobre el sistema de pensiones. Como la mayoría de los inmigrantes eran jóvenes y se integraban en el mercado de trabajo en los años de auge de la economía española, algunos pensaron que, de forma inesperada, habíamos encontrado la solución al problema de nuestras pensiones: ¡había llegado la gente que cotizaría y garantizaría la solidez financiera del sistema!
Mayor gravedad
Pero la conclusión pecaba, sin duda, de ingenua. Lo que cualquier análisis serio sobre el tema mostraba era que habíamos retrasado la fecha de la crisis; pero no habíamos conseguido, en ningún caso, resolver el problema. Lo que los datos indican en realidad es que la insuficiencia del modelo se va a manifestar aún con mayor gravedad, aunque se presente, eso sí, algunos años más tarde. La mayoría de las nuevas entradas en el mercado de trabajo se hicieron en los niveles inferiores de la escala salarial. Y dado que el sistema tiene un elemento redistributivo importante, que permite a los cotizantes de nivel más bajo obtener pensiones superiores a las que les corresponderían en un hipotético modelo sin redistribución, la insuficiencia del modelo será aún mayor cuando estas personas empiecen a jubilarse. Lo que haría falta para salvar un sistema de reparto como el nuestro sería no la entrada de mucha gente en un momento determinado, sino un flujo sostenido de inmigrantes a lo largo del tiempo; lo cual, por numerosas razones, parece muy poco probable.
Con estos datos, y ante lo que parece la quiebra inevitable del modelo, la única solución que parece existir es empezar a pasar una parte de las cargas de la Seguridad Social a los Presupuestos Generales del Estado; en otras palabras, que no sean sólo los cotizantes futuros, sino también todos los contribuyentes de las próximas generaciones, quienes paguen las pensiones.
Toda persona con sentido común se dará cuenta enseguida de que esto es reconocer la quiebra del sistema: como no puede autofinanciarse, hay que elevar los impuestos que pagan los contribuyentes para obtener los recursos necesarios. Aceptemos el hecho y busquemos la fórmula más razonable y eficiente para ello. Pero permítanme que haga una predicción: cuando esto suceda, en lugar de reconocer que el modelo ha fracasado, nuestros políticos dirán que han encontrado la solución al problema y que, con más impuestos, estamos garantizando la solvencia del sistema de pensiones, en el que todo español debería confiar. ¿Apostamos algo?