Pensiones e irracionalidad
25 de noviembre de 2019

El debate sobre el sistema público de pensiones en España está circunscrito a los márgenes establecidos por la corrección política. En un constante ejercicio de cinismo, solo se habla del derecho a cobrar una cobertura del retiro digna y de la necesidad de mantener su poder adquisitivo y, por supuesto, se reitera la proclama de que su financiación está asegurada. En esta letanía hay un común denominador: nadie parece dispuesto a reconocer la gravedad del problema ni a abordarlo fuera de esas vacías y altisonantes declaraciones por una sencilla razón: el miedo a perder los votos de los 9,5 millones largos de jubilados. Este triste panorama se agrava en el escenario de una casi segura debilidad gubernamental cuya alergia reformista en esta materia se combina con las credenciales ideológicas de los potenciales socios de Gabinete.

Un día sí y otro también, los retirados se echan a la calle con ímpetu juvenil en demanda de justicia bien porque no saben o no quieren saber que el modelo español de jubilación es uno de los más generosos de la OCDE. La pensión media en España supone un 82% del último salario percibido, mientras el promedio en esa organización se sitúa en el 63% y en la Unión Europea en el 50%. A modo de ejemplo, la tasa de sustitución es del 53% en Francia, del 74% en Portugal, del 69% en Italia, del 37% en Alemania y del 30% en el Reino Unido. Pero aún es posible visualizar mejor la evidente asimetría de la situación española frente a la de sus socios continentales en este campo.

La privilegiada posición de los pensionistas, escandalosa aseveración, se observa con mayor claridad si se establece una comparación por países similares entre la prestación media por jubilación y la renta salarial media cobrada en el periodo activo. Con una remuneración promedio de 2.719 al mes, la pensión media en Alemania es de 1.003 euros; con unos ingresos medios de 2.356 euros/mes, la pensión media en Francia es de 1.086 euros en Francia; en el Reino Unido, esas variables son de 2.381 euros/mes y de 550 euros/mes respectivamente… En el glorioso solar hispánico, el salario medio es de 1.639 euros/mes y el importe de la pensión media de 1.070 euros/mes. La fuente de estos datos es Eurostat y el año de referencia es 2017. Desde ese ejercicio no se ha producido cambio significativo alguno capaz de alterar ese cuadro.

Esa sencilla comparativa muestra que, a pesar de la sabiduría convencional, en España se cobran las pensiones “más baratas” ya que, con unos salarios medios inferiores a los existentes en los demás grandes estados de la UE, los jubilados nativos obtienen unas de las prestaciones por cobertura del retiro más elevadas tanto en términos relativos como absolutos de ese espacio económico. A ello cabe añadir que en el resto de Europa solo cuatro países tienen indiciadas sus pensiones al IPC: Francia, Italia, Austria y Hungría. En este contexto, el victimismo de los pensionistas españoles quizá resulte excesivo. ¿No creen?

Cuando los airados jubilados patrios y los paladines de mantener y aumentar la cuantía de sus prestaciones entonan sus indignadas protestas y descalifican por falaces a quienes advierten de que eso es el camino seguro al desastre, hacen abstracción de un hecho relevante: la evolución demográfica. De acuerdo con las previsiones del INE, la ratio de dependencia (la relación activos/inactivos) se alterará de manera drástica, pasando del 56,5% en estos momentos al 62,7% en 2031 para ascender al 86,9% en 2051. En este último año, por cada 100 personas en edad de trabajar habrá 87 inactivas. Estas proyecciones incorporan la entrada de unos 3,4 millones de inmigrantes hasta 2033. Obviamente, sin esta válvula correctora, los resultados serían aún peores. Pero no pasa nada. El sistema público de reparto vigente no plantea problema alguno de sostenibilidad y es posible y deseable cargarle con más obligaciones.

Al margen de su irracionalidad, las algaradas callejeras de los jubilados constituyen una lamentable falta de solidaridad no ya con los ajenos, sino con los próximos, es decir, con sus descendientes, con sus hijos y sus nietos. Estos habrán de dedicar gran parte de los recursos logrados con su esfuerzo a pagar las pensiones de una proporción cada vez mayor de retirados. Esto es así porque el sacrosanto modelo imperante necesitará cargar sobre las jóvenes generaciones de trabajadores de todas las clases, bonito eufemismo, una fiscalidad mucho más elevada para sufragar las pensiones. En román paladino, deberán sacrificar su nivel de vida y el de sus familias para sostener el actual statu quo.

Aunque no cabe dudar de la benevolencia del ser humano, de sus buenos sentimientos, etcétera, las personas también velan por sus intereses. El altruismo tiene sus límites y estos serán rebasados de manera inexorable, salvo que se produzca un cambio estructural del modelo de pensiones, que alivie el régimen de servidumbre de las generaciones venideras y lo haga de modo significativo. Esto conduce, ceteris paribus, a la demanda por quienes trabajan de un recorte en la cuantía de las prestaciones por jubilación. Esta sería la única vía, ceteris paribus, de aligerar el peso tributario que habrán de soportar si se insiste en mantener el sistema.

Dicho esto, cualquiera de las opciones descritas plantea un escenario de ganadores y perdedores o de reparto equitativo de costes y beneficios. En este escenario, el peso político de cada bando en litigio concederá la victoria a quien tiene más poder (léase, más votos). Aunque las fuerzas parezcan en principio estar equilibradas, esto es un espejismo. Los pensionistas constituyen un colectivo dotado de mayor homogeneidad que los activos y, por tanto, su capacidad de movilización es superior. Esto aboca a un conflicto intergeneracional de alcance y dimensiones imprevisibles si no se aborda esta cuestión.

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