El gobernador del Banco de España fue al Congreso y les dijo a los diputados que el rey está desnudo; es decir, que el sistema público de pensiones no va a garantizar, en el futuro, el nivel de pensiones que esperan los españoles. A la mayoría de nuestros políticos no les han gustado estas declaraciones. Pero la verdad es que casi todos los españoles –diputados incluidos– sabemos que tiene razón. Y muchos suscribimos las palabras de Linde cuando afirma que no decir esto supondría engañar a los ciudadanos. Cuestión diferente es que tanto los gobernantes como los gobernados se sienten, en muchas ocasiones, más a gusto con mentiras piadosas que con el mundo real, en especial cuando éste no coincide con sus deseos y sus aspiraciones. Lo malo es que negar los hechos no es precisamente la mejor forma de resolver los problemas. Y el futuro de las pensiones en nuestro país es un problema muy serio.
La cuestión de fondo que plantea un sistema de pensiones como el nuestro, basado en el principio del reparto y no en la capitalización, es que las cuentas no salen cuando las tasas de fecundidad son bajas y la población envejece, que es exactamente lo que está sucediendo en nuestro país. Y las esperanzas que en su día se pusieron en la inmigración como fuente de cotizantes a la Seguridad Social se debilitaron tan pronto como se comprobó que lo que haría falta para apuntalar el sistema no sería una fuerte entrada de inmigrantes en un momento determinado, sino un flujo sostenido en el tiempo, que difícilmente podría mantenerse.
La mayoría de los políticos españoles defienden la idea de que el sistema de reparto será viable aún durante muchos años, si se cumplen determinadas condiciones, entre las que se incluye que se garantice una tasa elevada de crecimiento.
Pero esta afirmación, por atractiva que parezca, es trivial o es falsa. Es trivial si lo que se pretende decir con ella es que un Estado siempre tendrá una capacidad de recaudar impuestos lo suficiente elevada como para garantizar las transferencias de renta que un sistema de reparto exija; y que, cuanto más se crezca, más impuestos y cotizaciones se recaudarán. Y es falsa si lo que se intenta defender es que el sistema puede mantenerse en el tiempo en las condiciones actuales de cotizaciones y prestaciones. Los cambios que está experimentando nuestro modelo de pensiones desde la firma del pacto de Toledo no muestran, como gusta decir a muchos políticos, la capacidad de adaptación del sistema para hacerlo viable. Lo que realmente indican es su falta de viabilidad y la necesidad de modificarlo para que pueda sobrevivir. No cabe duda de que muchas de las reformas necesarias no gustarán a la mayoría de la gente. Sólo un ejemplo: si acudimos a la experiencia internacional, podemos encontrar muchos modelos de cálculo de pensiones cuyo resultado es que las cifras que los pensionistas perciben suponen un porcentaje bastante más reducido del salario que el que la Seguridad Social ofrece en España.
Bajar ese porcentaje puede ser necesario; pero nadie quiere oír hablar de ello. Sin embargo, habría que decirlo; y habría que reconocer que lo que se pagará en el futuro a los pensionistas españoles no es lo que se les garantizó cuando se firmó el pacto.
REDUCIR GASTO
Es previsible que, ante la insuficiencia financiera del modelo, y dada la dificultad de bajar las pensiones mínimas, y el rechazo social –bastante justificado, por cierto– que una medida de esta naturaleza suscitaría, la Seguridad Social empiece a reducir gasto a partir de las pensiones más elevadas, en la confianza, además, de que quienes las perciben han tenido ocasión de acudir al mercado privado para suscribir planes que les permitan complementar la pensión pública. Pero luego se irá bajando el listón en las rebajas, y es por ello muy razonable defender la idea de que quien quiera pasar los últimos años de su vida con un poco más de holgura económica debería ahorrar para la vejez; y una buena forma de hacerlo –aunque no la única, ciertamente– es la contratación de un plan privado de pensiones.
En el sistema público, inevitablemente, los períodos de cotización aumentarán y crecerán los años que se tomen en cuenta para el cálculo de las pensiones, reduciendo así los ingresos para la mayoría de los perceptores. A esto se le puede llamar “estrategias para garantizar la viabilidad del sistema de reparto”; y tales medidas pueden justificarse como la única vía posible para evitar la quiebra a largo plazo de todo el sistema público de pensiones. Pero no es, desde luego, lo que se nos prometió en su día.
Nuestros políticos parecen razonar en este asunto como lo hacía aquel extraordinario personaje de Giuseppe Tomasi di Lampedusa –el príncipe Salina–, cuando afirmaba, ante la confusa situación que le tocó en su día vivir, que “todo esto no debería durar; pero durará siempre”. Olvidan, sin embargo que, al concluir su poco optimista reflexión, el príncipe añadía: “y, al final, todo será diferente; y será peor”. No hablaba de las pensiones, ciertamente, pero lo parece.