El sistema de pensiones, el reto más acuciante
4 de marzo de 2020

Como hemos podido comprobar en los últimos tiempos, la cuestión catalana absorbe la mayor parte de la agenda política. En parte, resulta comprensible, en la medida en que se trata de un conflicto que viene de comienzos de esta década y que, no solo no se ha resuelto, sino que se encuentra cada vez más enconado. Y es que, por mucho que el actual Gobierno quiera tener gestos con los independentistas catalanes (mesas de diálogo, salidas de prisión de algunos presos para trabajar, etc.), y que los partidos que los representan (ERC y Juntos por Cataluña) resulten decisivos para la aprobación de unos nuevos Presupuestos Generales del Estado, el tema catalán no es lo más grave que tiene en el horizonte la política española, sino las pensiones y su sostenibilidad en el tiempo. Explicaremos por qué.

Nuestro país estableció ya hace décadas lo que se conoce como “sistema de reparto”: los trabajadores en activo, con sus contribuciones sociales, mantienen a aquellos que han pasado a la situación pasiva o inactiva, a lo que se suman otro tipo de pensiones como las de viudedad u orfandad. El sistema ha funcionado a la perfección durante decenios, logrando para las generaciones en edad más avanzada un bienestar impensable en otros tiempos. Sin embargo, no hemos querido ver que los cimientos de este modelo, hace más de treinta años, comenzaron a verse socavados, y de qué manera, por diversos factores.

Debe recordarse que el factor fundamental para su viabilidad reside en la llamada tasa de reposición: tiene que haber 2,1 trabajadores en activo por cada persona en situación pasiva. Y mejor si, además, cuentan con una buena remuneración y un contrato indefinido, para que su aportación a la caja común de las pensiones sea lo más amplia posible. Eso supone que las mujeres en edad fértil han de promediar una tasa de fecundidad del citado 2,1 (o más), pero esta cifra dejó de alcanzarse a finales de los ochenta, tras una bajada que se había iniciado a mediados de los setenta, cuando la tasa de fecundidad se cifraba en el 3,2 (nacían más de 600.000 niños anualmente en nuestro país, mientras que, ahora, apenas sobrepasamos los 400.000, y eso, con mucha más población).

En este cambio jugaron un papel importante diversos factores, como la incorporación masiva de la mujer al mundo laboral (que la llevó a retrasar la maternidad hasta no tener afianzado su puesto de trabajo), la caída de la nupcialidad, el encarecimiento de la vida en determinados núcleos de población (hoy en día, muchos jóvenes reconocen no tener hijos por no contar con los medios suficientes para mantenerlos), etc. A pesar de ello, los diferentes gobiernos nada hicieron por facilitar la conciliación de la vida laboral y la personal: la única iniciativa relevante en ese sentido se concretó en el llamado “cheque-bebé”, puesto en marcha por el Ejecutivo presidido por José Luis Rodríguez Zapatero (2004-11), pero dicha medida, consistente en una ayuda única de 2.500 euros por niño nacido en nuestro país, finalizó en 2010, cuando, debido a la crisis económica de 2008, Zapatero no tuvo más remedio que renunciar a muchas de sus políticas sociales.

En previsión de que, cuando la generación del “baby-boom” (los nacidos entre 1960 y 1979) llegara a la edad de jubilación, se necesitarían cada vez más fondos públicos, y dado que a partir de 1997 comenzó a haber superávit en las cuentas públicas, se creó la denominada “hucha de las pensiones”, que tuvo en su momento álgido unos fondos de casi 70.000 millones de euros. Si a eso añadimos que, en 2008, la deuda pública era del 35% sobre PIB nacional, los pensionistas podían estar tranquilos: aún había mucho margen para que el sistema pudiera entrar en una fase de dificultades.


En el momento actual, la hucha de las pensiones apenas dispone de 5.000 millones, lo que no equivale ni a una paga adicional


Pero todo cambió, como decimos, con la pavorosa recesión, de la que el país aún no se ha recuperado del todo. La necesidad de sanear el sector financiero con recursos públicos llevó a que el Estado asumiera vía deuda nacional las fusiones de cajas de ahorros (recordemos, porque muchos lo olvidan, que los bancos, a diferencia de las cajas, no recibieron esas ayudas públicas). A ello se añadieron otros factores que dispararon la deuda pública sobre PIB al 100,4% en 2014 (ahora se halla en el 95,5%). De manera paralela, la caída en la recaudación tributaria por la menor actividad económica desencadenó que el sistema de reparto pasara rápidamente del superávit al déficit. Esto ha supuesto que, en el momento presente, la “hucha de las pensiones” apenas disponga de 5.000 millones, lo que no equivale siquiera a una paga adicional (los pensionistas cobran dos al año, por un coste de unos 10.000 millones cada una).

Los diferentes gobiernos han ido ocultando la realidad de lo que sucedía y, en lugar de terminar de vaciar la “hucha”, han trasladado a la deuda pública el coste creciente de las pensiones que, hoy, con el actual número de cotizantes (cerca de los 19,5 millones), no se puede sostener vía contribuciones sociales. Consecuencia directa de ello: el sistema no solo está completamente quebrado, sino que acumula ya una deuda de cerca de 50.000 millones. Y lo más preocupante es que todo va a peor. Diremos por qué.

En primer lugar, no cesa de aumentar la esperanza de vida: los varones ya gozan de una cercana a los 83 años, mientras que la de las mujeres se prolonga hasta los 88. Y no hay visos de que, por el momento, vaya a detenerse. Así, los mayores de 90 años representan más del 1% de la población española.

En segundo, cada generación tiene cada vez menos trabajadores potenciales: los niños nacidos en los ochenta ya eran menos que los de los setenta; los de los noventa, menos aún que sus predecesores; y así sucesivamente. Debe recordarse que, además, la tasa de fecundidad no ha hecho más que bajar. Aunque no estamos en el momento más crítico (que se dio en 1998, cuando se quedó en un ínfimo 1,0), el 1,3 actual supone un agravamiento del problema. En los años del “boom inmobiliario” (1996-2008), esa tasa llegó a subir hasta el 1,6, pero descendió con la crisis. Esto ha motivado que, desde hace varios años, cada año mueran más personas que las que nacen. Nuestro país ha envejecido tanto que la medida de edad se encuentra ya en los 44 años, un dato más que preocupante.

Y en tercero, debe tenerse en cuenta que los trabajadores que acceden a la jubilación están percibiendo las pensiones más altas de nuestra historia, mientras que las nuevas generaciones están cobrando cada vez menos, y saltan de un contrato temporal a otro (lo que se conoce como “precariedad”). Así, ya tres de cada diez trabajadores ganan menos de 1.000 euros al mes, cuando la pensión media se ha situado ya en los 1.150-1.200. En otras palabras, la situación resulta cada vez más insostenible.

Pero, como decíamos, los políticos siguen mirando para otro lado y asegurando que el sistema resiste, pasándose la ‘patata caliente’ para que no sea a su Ejecutivo al que le explote. Una vez realizado el análisis, y siguiendo otros modelos que pueden servir de referencia (la llamada “mochila austriaca”, la Ley Fornero en Italia, etc.), estas son algunas de las medidas que deberían ponerse en marcha para evitar la quiebra definitiva:

1. Retrasar la edad de jubilación: ir subiendo, año a año, un mes la edad para poder acceder a la jubilación, tal y como dispuso el Gobierno de Rodríguez Zapatero, no sirve de prácticamente nada a la hora de paliar la situación. La medida debería ser mucho más drástica para garantizar que, al menos, los que ya están cobrando la pensión no vean reducidos sus ingresos. Aquí, el modelo a seguir sería la citada Ley Fornero, aprobada en Italia por el Gobierno Monti (noviembre de 2011-abril de 2013), y que elevó automáticamente la edad de jubilación a los 67 años (aunque hay que recordar que se derogó en 2019). Debe tenerse en cuenta además que, por razones de antigüedad, los trabajadores de más edad son normalmente los que más aportan, al tener los sueldos más altos (quinquenios, sexenios, puestos directos, etc.). Por no decir que habrá que sopesar la posibilidad de extender la propuesta incluso más allá, como sucede en el sector público, cuyos empleados se pueden mantener en activo hasta los 70 años.

2. Crear un modelo individual de pensión: ya sea vía fondos de inversión, vía planes de jubilación, las nuevas generaciones de españoles han de tener claro que la pensión pública, al ritmo al que van las cosas, no pasará de un mero ingreso complementario al conjunto de su renta disponible una vez se hayan jubilado. Para ello, resultaría muy necesario un gobierno que mentalizara a la población de la situación real que se plantea, pero lo más deseable pasa por un auténtico pacto de Estado (como el Pacto de Toledo, que lleva mucho tiempo sin reunirse), porque resulta evidente que no hay Ejecutivo que no vaya a querer pagar las pensiones.

3. Fomentar que las empresas mantengan en activo a sus trabajadores una vez rebajada la edad de jubilación: frente a la tendencia actual (de despidos o expedientes de regulación de empleo para no tener que seguir pagando los sueldos más cuantiosos), el Estado debería dar ayudas encaminadas a que las empresas no quieran desprenderse de estos trabajadores. En este sentido, teniendo en cuenta que estos normalmente tendrán una edad avanzada, sería muy de agradecer que se normalizaran cada vez más las jornadas a tiempo parcial.

4. Dejar de cargar sobre la deuda nacional el déficit en el “sistema de reparto”: porque ello supone, ya sea a través de la puesta en marcha de nuevos impuestos (o de la subida de los ya existentes), o de engrosar la ya importantísima deuda sobre PIB, el que las nuevas generaciones, ya de por sí cada vez peor remuneradas, tengan que cargar con el peso de sostener a los pensionistas.

5. Congelar la subida o revalorización de las pensiones: esta se trata, con diferencia, de la medida más difícil de tomar, porque los pensionistas, que este año alcanzarán los 10 millones, constituyen un voto importantísimo para cualquier gobierno que quiera revalidad mandato. Sin embargo, los datos se muestran, una vez más, tozudos: los pensionistas actuales han cotizado, de media, por solo el 30% de la cantidad que perciben desde que accedieron a su respectiva pensión. De nuevo, hará falta un importante esfuerzo de comunicación, dado que no pocos piensan que, cuando trabajaban, estaban pagando ya su pensión futura, cuando la que estaban sufragando era la de las personas que habían pasado a la condición pasiva. Esto lleva a la conclusión de que los trabajadores que se hallan ahora en activo no pueden ni remotamente sostener a la creciente masa de pensionistas. En ese sentido, mucho nos tememos que el Gobierno actual prefiera seguir ocultando la realidad en lugar de afrontarla con decisión y el coste electoral que pueda conllevar, pero que nunca resultará tan alto como el de un estallido social que se avecina en un plazo cada vez más cercano, y que dinamitaría todos los consensos.

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