Los malos datos de la última EPA han hecho crecer la preocupación con respecto a la evolución en los próximos meses no sólo del mercado de trabajo, sino también del conjunto de la economía española. En un contexto de evidente desaceleración, el problema del paro cobra especial relevancia porque el comportamiento de esta variable ha sido decepcionante en el periodo de expansión del ciclo. Es cierto que se han reducido de forma significativa las elevadas tasas de los años de la crisis, pero es verdad también que cinco años con un crecimiento muy satisfactorio del PIB no han sido capaces de hacer caer el desempleo por debajo del 14%; cifra que triplica las de Alemania, Estados Unidos o Gran Bretaña –inferiores al 4% en los tres casos– y es un 50% más elevada que las de Francia o Italia, países que han tenido un crecimiento mucho menor que el nuestro en el último quinquenio.
Si a esto añadimos medidas de política económica tan desafortunadas como la subida del salario mínimo en un 22,3% y amenazas de más impuestos, mayor regulación y derogación –al menos parcial– de las últimas reformas laborales si se llegara formar, finalmente, un gobierno de izquierdas, no es sorprendente que la contratación esté cayendo de una forma acusada y que las perspectivas para los desempleados hayan empeorado claramente. La pregunta es, entonces: ¿qué hacer? Y lo cierto es que no va a resultar fácil cambiar la tendencia a corto plazo. Pero habría que intentar, al menos, que las cosas no se deterioren aún más con nuevas regulaciones inadecuadas.
Ahora bien, como el problema del paro en España no es meramente coyuntural, convendría plantear, seriamente por una vez, una cuestión fundamental: por qué –vaya la economía bien o mal– el desempleo en nuestro país es siempre mayor que en el resto de Europa, con muy pocas excepciones. Y supongo que a esta preocupación obedecen las propuestas –poco concretas por lo general– de “cambiar el modelo productivo” que se vienen escuchando desde hace ya bastante tiempo. Y a esta idea vaga se suele añadir la conclusión de que sólo con ese nuevo modelo se podría conseguir empleo estable y “de calidad”, término éste también impreciso y poco útil en el debate económico, aunque se utilice cada vez con mayor frecuencia.
Supongamos que ésta sea la solución para el desempleo crónico y que pensemos que tenemos que cambiar el modelo productivo. La siguiente cuestión debe ser entonces cómo se consigue tal cosa. Y parece razonable pensar que el cambio debería consistir en crear empresas innovadoras y –lo que constituye una condición esencial para ello– diseñar un marco institucional y regulatorio que favorezca la actividad empresarial y sitúe a nuestro país en un puesto destacado en el marco de una economía internacional muy competitiva. Lo malo es que estamos lejos de conseguir tal cosa; no porque no sea posible –que, sin duda, lo es–, sino porque es evidente que nuestra política económica no se orienta precisamente en esa dirección.
Costes elevados
Los datos son bastante claros en este sentido. Si se consultan los diversos índices internacionales que miden la calidad de la regulación económica y los costes de iniciar o llevar a cabo actividades empresariales, se observa que, de forma repetida, nuestro país obtiene malas puntuaciones. Crear una empresa en España es un proceso complejo, que requiere largos períodos de tramitación y se caracteriza por dosis excesivas de burocracia. Por más que haya quien se empeñe en decir lo contrario, el esfuerzo fiscal que soportamos es alto y la carga que recae sobre quienes cumplen sus obligaciones con Hacienda es pesada. Por otra parte, nuestro mercado laboral está fuertemente intervenido y la resistencia a aceptar los cambios que exigen las nuevas formas de producción y consumo es generalizada. En resumen, no es éste el marco ideal para el desarrollo de la innovación y de actividades empresariales capaces de conquistar mercados en el exterior.
Pero lo más preocupante de todo es, seguramente, que casi siempre que se habla de reformar algo en España se escuchan propuestas que van justamente en sentido contrario de lo que necesitamos. Sólo un ejemplo. Desde el momento en que los británicos optaron por abandonar la Unión Europea, quedó claro que surgirían oportunidades para aquellos países que fueran capaces de atraer a su territorio algunas de las empresas que decidieran cambiar su domicilio para permanecer en el área de la Unión.
Pues bien, en esos momentos el mensaje que nuestro Gobierno transmitió fue que estaba decidido a subir el Impuesto sobre Sociedades, a gravar más a las empresas multinacionales, a crear impuestos a las transacciones financieras y a incrementar la regulación del mercado de trabajo. El mensaje era claro: si usted ha decidido cambiar la sede de su empresa, no venga a España. Hay otros países en los que le tratarán mejor. Y el caso es, desde luego, generalizable a muchos otros posibles proyectos de inversión internacional. En fin, la conclusión es bastante simple: o cambiamos mucho o ese nuevo sistema productivo que permita mejorar, entre otras cosas, nuestras lamentables tasas de paro será una quimera.