Un año más, las huelgas en determinados servicios de transporte público (aviación y ferrocarriles, principalmente) han formado parte de la tradición de la Semana Santa española. A diferencia de otras celebraciones, como las procesiones, que son objeto de la inquina de algunos grupos radicales, ninguna voz en la izquierda pide que se terminen (o al menos se regulen) estas huelgas, que causan perjuicios considerables a muchos miles de personas, cuyo bienestar no parece importar lo más mínimo. Y decir esto es quedarse muy corto, porque la estrategia sindical en estos casos consiste precisamente en hacer el mayor daño posible a los consumidores.
Leo en la prensa que uno de los dirigentes de la huelga del personal de seguridad del aeropuerto de Madrid Barajas se ha quejado de que, ante los problemas causados por los empleados de su empresa, la dirección del aeropuerto desviara pasajeros al control de seguridad de viajeros business, gestionado por otra compañía. Afirmaba nuestro sindicalista que con tal medida se contraviene el derecho de huelga. Es decir, no basta, en su opinión, con que los empleados que lo deseen dejen de trabajar; hay que impedir también que otras empresas lo hagan y perjudicar así en mayor grado aún a los clientes. Este asunto de la externalización de servicios cuando se declara una huelga es una cuestión muy discutida en el derecho laboral español, que no es posible abordar en este breve artículo.
Pero sí puedo decir, por experiencia propia, que, en otros países que funcionan bastante mejor que el nuestro, se respeta, ciertamente, el derecho a la huelga, pero se respeta también el derecho del empresario a buscar los servicios alternativos adecuados para tratar de proteger a sus clientes, que han pagado por un servicio que se les niega a causa del conflicto laboral.
Creo que hay que tener mucha desfachatez para decir (como hacen algunos dirigentes sindicales) que “lamentan” los problemas que causan y para pedir comprensión a los usuarios, que son las auténticas víctimas de estos despropósitos que vivimos todos los años. En otras palabras, es absurdo pretender que los consumidores maltratados se solidaricen con los huelguistas… a no ser, naturalmente, que aquellos sufran del síndrome de Estocolmo.