En unos momentos en los que ha vuelto con fuerza el debate sobre el futuro del sistema de pensiones como consecuencia de la reducción que ha experimentado el fondo de reserva de la Seguridad Social, el Gobierno ha puesto sobre la mesa, de manera informal, una posible reforma de la incompatibilidad entre el cobro de una pensión y la obtención de ingresos por una actividad laboral. La propuesta parece bien orientada y es digna de ser tomada en consideración. Entre otras cosas, porque serviría para eliminar algunos efectos absurdos de la reglamentación actualmente en vigor. Por ejemplo, la situación de los escritores, a los que se persigue por su lamentable conducta de escribir novelas o publicar artículos en los periódicos tras haber pasado a cobrar una pensión de jubilación. O las sanciones que se quieren aplicar a un grupo de jubilados que cometieron el grave pecado de ganar unos pocos euros actuando como extras en una película y no renunciar a sus pensiones.
Pero, como era de esperar, la propuesta ha sido objeto de numerosas críticas desde el momento mismo en que se hizo pública. Muchas de ellas tienen como fundamento, simplemente, la idea de que, si lo propone este Gobierno, hay que estar en contra. Y es más, si lo hace este Gobierno, su objetivo tiene que ser malévolo; por ejemplo, bajar las pensiones y obligar a los viejos a seguir trabajando para sobrevivir. Pero hay otras críticas, seguramente bienintencionadas, que se basan en argumentos económicos equivocados. Uno de los más importantes, y repetidos, es que, de llevarse a cabo, esta medida haría crecer la tasa de paro, ya que los viejos estarían ocupando puestos de trabajo que, de haberse jubilado, serían para jóvenes hoy en paro. Podría contestarse a esta objeción que los efectos no serían realmente importantes en términos cuantitativos, ya que el número de personas que optarían por seguir trabajando tras llegar a la edad de jubilación sería relativamente pequeño, aunque se les permitiera compatibilizar un sueldo y una pensión. Y esto se ha dicho ya, en efecto. Pero hay que señalar que el número de personas que hagan uso de la medida no es lo más relevante del caso. Lo importante es que el argumento es erróneo. Y lo es porque parte de la idea de que, en una economía como la española, existe un número fijo de puestos de trabajo; y, por tanto, si una persona consigue un empleo, en cierta manera se lo está quitando a otro.
Injusticia
La experiencia demuestra de forma abrumadora que esto es así; que jubilando a la gente anticipadamente y limitando la duración de la jornada laboral no se reduce el paro. Pero los errores se resisten a desaparecer; y éste sigue gozando de gran aceptación entre gente de muy diversas ideologías o posiciones políticas. Para mi sorpresa han sido relativamente escasas las manifestaciones en favor de la propuesta. Y no se trata sólo de nuestra habitual desconfianza ante las promesas de los políticos y el escepticismo con respecto a que una buena medida sea realmente llevada a la práctica. No; lo que ha ocurrido es que poca gente ha afirmado abiertamente que ésta es una buena idea. Y lo más llamativo es que no se ha utilizado para defenderla un argumento que me parece fundamental, al margen de que podamos estimar de una u otra forma sus efectos sobre el nivel de empleo, el gasto o los ingresos de la Seguridad Social. Se trata de que la gente que ha cotizado a lo largo de su vida, tiene derecho a cobrar una pensión el día que llegue a la edad de jubilación. Esta podrá ser mayor o menor; pero es suya. La ha ganado pagando sus cuotas durante muchos años. Y quitársela por el hecho de que quiera seguir trabajando es profundamente injusto.
El problema de fondo es, seguramente, que el sistema de reparto, además de ser ineficiente desde el punto de vista técnico, ha tenido un efecto muy pernicioso en la forma en la que mucha gente entiende lo que es un sistema de pensiones. Si el modelo es de reparto –piensan algunos– y la cuantía de las pensiones es determinada, en última instancia, por el Estado, éste tiene la obligación de utilizarlas como un instrumento de su política de redistribución de la renta y pagar las prestaciones más en función de las necesidades de cada jubilado que de lo que cada uno haya cotizado a lo largo de su vida. Si alguien quiere trabajar y ganar más dinero, ¿para qué vamos a pagarle una pensión? Mejor démosle el dinero a otro que lo “necesite” más.
Pero los efectos de una actitud como ésta son muy negativos para una sociedad, porque, al buscar una mayor nivelación penalizando a la persona que trabaja, no es sólo ella la que sufre las consecuencias; es toda la sociedad la que se empobrece por la pérdida de un talento y unos esfuerzos que, sin duda, ayudarían a enriquecerla.