El coronavirus ha golpeado y casi noqueado a las universidades españolas y de medio mundo, como a tantas otras instituciones de la «antigua normalidad». Y como también ha sucedido en otros ámbitos, ha abierto o profundizado debates que nunca deberíamos haber enterrado. Así, las universidades se acoplan como pueden a la nueva normativa aprobada con motivo de la pandemia, a la par que toman la temperatura a la sensibilidad de alumnos y de sus mecenas: los padres. Y lo hacen en un proceso de redefinición, pues cada vez está menos claro qué son o qué significa estudiar en una de ellas.
De un tiempo a esta parte, estos centros académicos se han contemplado y se han presentado a sí mismos como la mejor herramienta para la búsqueda de empleo. «Dedica cuatro años (como mínimo) a formarte aquí, así como varios miles de euros, a ser posible alejado de tu familia, y conseguirás un hueco en el mercado laboral». De esta forma, el antaño atractivo de la universidad, el saber, queda reducido a un proceso de selección de lo más lento y caro, por no decir tramposo, pues solo hay que mirar las cifras del paro juvenil de nuestro país, donde supera ya el 41%, siendo, eso sí, los desempleados más cualificados del mundo.
Pues bien, si a la universidad se la define en esos términos, la amplia oferta tecnológica, que hoy permite al alumno acceder a las mismas herramientas y contenidos que los provistos por el mejor campus, hace que la razón de ser (actual) de estas instituciones docentes tenga contados los días. YouTube no tiene nada que envidiarle a la mejor universidad, pero sí al revés. O Google, que hace unos días anunció que, por 300 dólares y seis meses de tu tiempo, puedes estar dotado, a sus ojos, de una educación equivalente a la recibida en un grado universitario.
Quizá, parte de la respuesta radica en qué entendemos por ser universitario. Si lo equiparamos de una forma radical con ser un estudiante, entonces, la universidad como la conocemos ha de renovarse o morir. Esta errónea igualdad entre ambos conceptos la impuso el conocido como Plan Bolonia a partir de 2010, a causa del cual, entre trabajos de grupo, quiz, test, exámenes parciales y finales, así como la obligatoriedad de asistencia al aula, al estudiante no le queda tiempo de hacer más; de ser más. Todo ello sin perjuicio de que haya rebeldes que decidan saltarse clases o hacer malabares con el endiablado calendario para, por ejemplo, tener un trabajo, aprender idiomas o recorrer el mundo. Culpable.
Nada que ver, por otra parte, con lo que sucedía hace tan solo una generación, cuando la universidad se trataba, en efecto, de conditio sine qua non para triunfar en la vida (craso error), pero, por lo menos, el calendario y el plan de estudios permitían que al universitario no se le degradase a la condición de mero estudiante. ¡Daba tiempo hasta para hacer la mili!
Este mal, que es universal, alcanza proporciones estratosféricas en nuestro país, cuyo prejuicio endémico lleva a despreciar a todo aquel que no exhiba los galones de una educación universitaria. Este es uno de los factores ‘culpables’ de que la universidad se haya convertido en un instrumento concebido única y exclusivamente como pasaporte al «éxito». Pero ni es ese el telos de la universidad ni tampoco hace un buen trabajo para la consecución de dicho fin, sino todo lo contrario. Si de verdad buscase que los alumnos saliesen preparados para obtener un trabajo, se preocuparía de que aprendiesen a leer (entendiendo), a hablar y a escribir, cuando en los tres vectores fracasa estrepitosamente. Y también compensaría que los dejase de tratar como memorias de almacenamiento de datos y, en cambio, fomentase entre ellos el pensamiento crítico. La clave no radica en el conocimiento enciclopédico (para eso está internet), sino en saber juzgar, discernir entre lo verdadero y lo falso, identificar fuentes fiables, relacionar conceptos…
El coronavirus ha puesto de manifiesto la fragilidad del modelo de enseñanza universitaria en todo el mundo y, quizá con especial énfasis, en España, por lo que convendría que se acometiese, de una vez, una profunda reflexión sobre qué es ese extraño lugar llamado universidad.