Europa está secuestrada por una clase burocrática improductiva que, instalada en su zona de confort, detesta la competencia. Estos parásitos son los culpables de que la cuna del individualismo y el liberalismo se precipite hacia una sociedad colectivista.
Su incompetencia es la causa por la que, después de que el esfuerzo y la genialidad de nuestros predecesores establecieran las bases del mundo moderno, ya no tengamos ninguna influencia sobre su destino.
Debo de aclarar que, cuando hablo de la casta europea gobernante, no me refiero a Bruselas, que también, sino a todos los políticos de la infinidad de niveles administrativos que nos expolian, e incluso, a toda la caterva de colectivos que pululan en sus aledaños y utilizan sus mismos procedimientos.
Lo sucedido estos días con la Superliga, ilustra perfectamente a que me refiero y lo profundo que ha arraigado en el imaginario colectivo de sus ciudadanos.
Cuando doce de las entidades futbolísticas más importantes del mundo deciden organizarse y crear una competición deportiva, que no sólo supone un gran negocio global, sino que elevaría el nivel de este espectáculo deportivo; la casta futbolística en pleno ha reaccionado con una violencia inusitada. Una violencia, que no se explica, como falsamente argumentan, por el amor a este deporte o el interés de sus aficionados, sino que es un síntoma de la importancia de sus privilegios y hasta donde están dispuestos a llegar para defenderlos.
Los dirigentes de la FIFA, la UEFA, sus correspondientes federaciones nacionales, además de los distintos presidentes de las distintas ligas, viven como auténticos “marajás”, utilizando a estos clubs y a los futbolistas que pagan.
Lo auténticamente increíble es como los dirigentes políticos en pleno ¡incluidos los que presumen de liberales! han salido con una contundencia inusitada en su defensa. Nuestros representantes, consciente o inconscientemente, no han dudado en ponerse del lado de sus colegas burócratas, poniendo sus intereses de “casta” por encima de sus ideologías.
En la lucha por el poder dentro de las sociedades primitivas los hombres han utilizado, como señala Irenäus Eibl-Eibesfeldt en su magnífico libro La sociedad de la desconfianza,dos formas de dominio: << 1. El dominio represivo o agonístico basado en la violencia (…) 2. El dominio protectivo o tutelar fundado en el asentimiento, que se basa en cualidades amistosas (…) Basándose en estas cualidades se eleva a las personas, en cierto modo a través de un procedimiento electivo, a posiciones de prestigio>>.
Estas estrategias no han cambiado, pues forman parte de nuestra naturaleza. Pero, una vez que las sociedades fueron creciendo, las relaciones impersonales se incrementaron; imponiéndose, como consecuencia de ello, las relaciones de dominio represivo, tanto interna como externamente.
El profundo cambio que supuso la Revolución Industrial, trajo consigo el surgimiento de una clase dirigente capacitada y dispuesta a utilizar, en las relaciones impersonales de las “sociedades anónimas”, las estrategias basadas en el asentimiento. La burguesía comercial, en su ascenso al poder, reprodujo sus instituciones a nivel político. Si a esto, añadimos la concentración de la población y el desarrollo exponencial de las tecnologías de la comunicación, que permitieron una cada vez mayor exposición pública de los dirigentes políticos y sus decisiones, las bases para la eclosión de la democracia estaban puestas.
Lo realmente importante es que, desde que abandonamos el modo de vida tribal, de nuevo, el hombre vuelve a disponer de los dos mecanismos de dominio propios de su naturaleza para la organización de las sociedades de masas. Correspondiéndose el uso preferente de cada una de estas estrategias, con el modo en que tratan de imponerse cada una de las dos clases dirigentes que constituyen la élite de las sociedades modernas:
- Una clase dirigente política, improductiva, que reclama para sí el monopolio legítimo de la violencia. Cuyos miembros establecen la competencia interna en la capacidad de medrar y que, en su estrategia de ascenso social, han entrado en una peligrosa dinámica de mercadeo con el demos, al que sólo puede ofrecer lo arrebatado a otros.
- Una clase formada por emprendedores, donde la competencia se establece en la capacidad de innovar para ofrecer los mejores productos y el triunfo lo determina el público mediante su selección.
Del equilibrio, entre estas dos clases dirigentes, depende el éxito en los Estados modernos. Cuando, como es el caso de EE.UU, predomina la elite formada por los individuos que han demostrado ser los mejores emprendedores, el éxito está asegurado, sus sociedades son las más libres y prósperas del mundo. Mientras que, cuando predomina la clase burocrática y política, como es el caso de Europa, es sólo cuestión de tiempo que la decadencia se imponga, acabando con la libertad y el progreso económico.
De ningún modo debe entenderse esta crítica como una enmienda total a la clase política, pues a estas alturas, todos somos conscientes del fracaso de los intentos utópicos, provenientes tanto de la derecha como de la izquierda, de eliminar el Estado. Lo que se pretende es, en la línea de todos los grandes pensadores políticos, advertir del peligro que supone la tendencia “maltusiana” al crecimiento innecesario e indiscriminado de la burocracia política y su tendencia al abuso del poder.
Desde un punto de vista biológico la evolución se explica por las mutaciones y la selección natural. En clara correspondencia, la evolución de las sociedades se debe a los cambios en las ideas e instituciones, así, como por la competencia interna y externa. En los estados modernos la clase política pretende utilizar la burocracia para atenazar a la sociedad, impidiendo la competencia, como medio para consolidar y defender sus posiciones de privilegio. Cuando lo logran, como es el caso de Europa, sólo es cuestión de tiempo su colapso.
En un mundo globalizado, la disyuntiva a la que nos enfrentamos los europeos no versa sobre la necesidad de unirnos, sino sobre qué tipo de Europa queremos. Una Europa, donde la clase preponderante sea la política, y por tanto, la burocracia aplaste la libertad y el desarrollo; o una Europa, donde los individuos sean libres para competir y crear riqueza. En definitiva, los ciudadanos europeos debemos decidir qué tipo de élite debe predominar, la de los “reguladores” o la de los “creadores”.
De su acierto, depende el futuro de nuestros hijos. Si los ciudadanos apostamos por los mejores, Europa tiene todos los elementos necesarios para volver a ser un Imperio. Ya sé, que los “progres” antiimperialistas ven este anhelo trasnochado, incluso deshonesto. Pero, debemos saber, que su postura no tiene nada que ver con la moral, sino con su incapacidad para competir, por lo que han elegido una ética perdedora. Cuando el imperio es soviético o chino, en ese caso, son sus más fervientes defensores.
Vivimos un momento ejemplificante sobre qué significa renunciar al liderazgo. Estos días hemos comprobado el alto precio de la decadencia, decenas de miles de compatriotas van a morir por el retraso de la vacunación respecto de EE.UU; nuestra riqueza se ha reducido mucho más que la norteamericana y la recuperación va a llegar más tarde. Hace ya decenios que somos incapaces de solucionar nuestros propios problemas, como pasó con la guerra de los Balcanes, hemos caído tanto, que nuestra opinión no es que sea irrelevante, es que ni se la espera a la hora de decidir el orden mundial.
Yo les preguntaría a estos profetas del “progresismo” ¿qué hay de malo en liderar el mundo? Sobre todo, si es consecuencia de las ideas y el trabajo, además, cuando este liderazgo permite compartir con otras civilizaciones los valores occidentales; los únicos, que se ha demostrado permiten sociedades libres y prosperas, en las que los individuos pueden desarrollarse hasta donde sus capacidades le permitan.