Hoy en día todo es invocar el proteccionismo comercial en nombre de los desfavorecidos de la sociedad frente a la competencia de los trabajadores del Tercer Mundo. Durante el siglo XIX, sin embargo, la libertad comercial completa triunfó en Britania (como acertadamente la llama Lorenzo Bernaldo de Quirós) gracias al papel creciente del voto obrero: democracia y librecambio iban de la mano. ¿Han cambiado tanto los tiempos?
Sin duda los economistas ayudaron a traer el librecambio al Reino Unido. Adam Smith, Ricardo, los Mill padre e hijo, Alfred Marshall, nombres familiares incluso para los legos en economía, se mostraron inquebrantables en su defensa de la libertad comercial, frente a los terratenientes en la primera mitad del s. XIX. Luego, a las puertas del s. XX, no se dejaron vencer por los favorecidos de clase media que pretendían establecer la “preferencia imperial”. Clamaban por un arancel que discriminase contra las importaciones de tierras de fuera del Imperio Joseph Chamberlain (1836-1914) y sus ruidosos seguidores. Chamberlain (padre de Neville, el primer ministro que, paraguas en mano, fue a enfrentarse con Hitler en Múnich) fue un político radical de opiniones populistas, tanto cuando alcalde reformista de Birmingham, como en su papel de ministro de Colonias responsable de las dos guerras contra los Bóer. Sin embargo, no consiguió que el Reino Unido volviera al proteccionismo.
Mi tesis es que la política de librecambio se mantuvo hasta 1932, no tanto gracias a los grandes economistas campeones de la libertad comercial sino a la realidad y recuerdo de lo que significó para las clases trabajadoras la liberación de las importaciones de 1823 a 1860, en especial la derogación de las “Leyes sobre cereales” del año 1846. A medida que iba extendiéndose el sufragio, se reducían las limitaciones del transporte marítimo por extranjeros y los aranceles sobre alimentos y materias primas: el te negro o verde traído de India o China, el azúcar de caña, el trigo ruso y la cebada alemana, la mantequilla de Francia, el algodón americano para los telares de Manchester, la madera y el esparto para los astilleros. Ni siquiera cuando a final de siglo los precios de los productos agrícolas iniciaron una continua caída consiguieron los damnificados que se quebrara esa continuidad liberal. Como dijo David Ricardo en la Cámara en 1823, “el Parlamento por fin había empezado a descubrir que las restricciones sobre el comercio eran restricciones, no sobre otros países, sino sobre nosotros mismos”.
LA REACCIÓN PROTECCIONISTA DEL S. XXI. Hoy la liberación unilateral del comercio, como lo hizo la Inglaterra victoriana, es menos que probable en país alguno, excepto quizá en Britania después del Brexit. Casi nadie cree que el desmantelamiento de todas las barreras a las importaciones de bienes y de servicios pueda ser favorable para la prosperidad nacional, pese a que, como dijo Ricardo en esa su última intervención parlamentaria, los proteccionistas se hacen daño a sí mismos. El misterio de las resistencias a la libertad económica subsiste. ¿Por qué tanto miedo a la competencia exterior? Por eso quiero hablar hoy la sociología del liberalismo comercial y migratorio.
Como digo, el librecambio venció y perduró en Britania porque favorecía principalmente a los pobres. Como muestra ello, recordemos que Robert Peel se decidió a permitir la libre importación de cereales en 1846 porque la plaga de la patata estaba condenando a la muerte o la emigración al campesinado irlandés. Ello escindió su partido Tory, después de todo, el de los nobles terratenientes protegidos por el arancel. ¿Quiénes son los pobres de hoy a quienes la apertura completa del comercio internacional contribuiría a sacar de la miseria? Los pobres del África o de Oriente no son nuestros pobres ni votan en nuestras elecciones.
¿Por qué en Europa y en EEUU es tan viva la resistencia de agricultores y fabricantes al levantamiento de las barreras arancelarias y regulatorias frente al extranjero? La situación es sorprendente sobre todo en EEUU, donde la tasa de paro está en su punto más bajo desde 1969, los salarios semanales están aumentando un 3,4% y los salarios diarios un 2,8%, ambos a tasa anual. Los latinos y negros y mujeres crean empresas y tienen ingresos como ciertamente no se vio en época de Obama.
Baso mi explicación del actual anti-liberalismo comercial y resistencia a la globalización en actitudes más ‘sociales’ que económicas. Quiero decir que la liberalización comercial y la apertura a los inmigrantes, pese a lo positivo de ambas para la economía, tienen unos costes de extranjería que llevan al cierre de puertas. Ese reflejo tribal no es exclusivo de los países ricos, pues lo mismo aparece en países pobres, a veces mezclado con violencia física y religiosa.
LAS MIGRACIONES CHINAS. En los últimos 100 años las cifras oficiales chinas enumeran (más bien más que menos) 150 millones de inmigrantes internos. En tiempos de Mao Tse Dong una gran parte de ese movimiento era ilegal. Quienes se movían del interior rural a trabajar en las ciudades lo hacían clandestinamente, con lo que sus condiciones de vida eran muy duras, aunque menos que en el campo donde malvivían. Ahora que en el campo se aplica maquinaria moderna y existe cuasi-propiedad privada, el atractivo de las industrias urbanas es mayor para los semi-empleados. Incluso los migrantes oficiales tienen que adquirir permisos temporales dentro del sistema ‘hukou’, permisos que han de comprar a precios variables según las ciudades en las que quieran instalarse. Suele atribuirse todo el crecimiento en la China de los últimos años a la apertura al comercio exterior pero no cabe olvidar la migración de quizá doscientos millones de trabajadores y sus familias a los empleos donde son más productivos. Una ilustración de lo que ello significa son las imágenes de las masas que se trasladan a sus pueblos de origen para celebrar el año nuevo. Imagínense el efecto de un número de migrantes parecido en la Unión Europea. La pregunta es: ¿cómo no ha causado incontables estallidos sociales esa traslación de masas? Intuyo que se debe a que la gran mayoría de los recién llegados son chinos “han”, y pese a que hablan principalmente dos idiomas, el mandarín y el cantonés, ambas etnias entienden la misma escritura ideográfica. Se sienten un mismo pueblo.
EL LIBRE COMERCIO ES SUSTITUTO DE LA INMIGRACIÓN. Es bien sabido que la inmigración de jóvenes trabajadores de allende los mares con ansia de prosperar es beneficiosa para la productividad del país que los acoge. Vemos que un número creciente de la población autóctona de EEUU y de la Unión Europea siente despego hacia gentes de otro color, otro idioma, y otra religión. La cuestión se dulcifica si los países más pobres nos envían sus mercancías y nos suministran sus servicios a distancia. Pero aparece resistencia contra lo que quieren vendernos. Los pretextos son varios: que los salarios son de hambre, que no tienen seguridad social, que los derechos de los trabajadores son inexistentes. ¿Cómo pueden alcanzar el bienestar allí si aquí reprimimos su comercio? El comercio es como la electricidad que fluye por las diferencias de tensión o productividad. Quienes hablan de a level playing field, de un campo de juego libre de sesgo en la admisión de bienes foráneos, olvidan los beneficios de la especialización internacional para la propia nación, que lleva a que incluso a un país superior en todos los productos le conviene tomar de otros aquello que sabría producir mejor que nadie pero no mejor que sus actividades supremas. Y no se olvide que no son los países los que comercian, sino las personas y las empresas, en su infinita variedad de capacidades.