La política energética es una de las asignaturas pendientes de España y de Europa, en un contexto macroeconómico y geopolítico muy convulso. Garantizarse un suministro de energía estable, limpio, abundante y barato resulta esencial para que una economía sea competitiva y eficiente a nivel global. A día de hoy, los socios europeos se enfrentan al reto de hacer compatible una descarbonización de la economía (incrementando el porcentaje de energía renovable en el mix de producción) que no comprometa el abastecimiento. Este desafío encierra una mayor complejidad por el rechazo de algunos ecologistas a la energía nuclear, aunque esta no genere dióxido de carbono.
En la reciente cumbre de la OTAN, los europeos evidenciaron sus propias contradicciones. Así, exigieron a los EEUU que siguieran contribuyendo de forma mayoritaria a la Alianza Atlántica para compensar la amenaza de Rusia (aunque ellos no cumplan el compromiso de gasto del 2% del PIB en Seguridad y Defensa, tal como establece el Tratado).
Pero, al mismo tiempo, el bloque económico del Viejo Continente tiene una dependencia energética del exterior del 53,6% e importa casi un 30% del gas que consume desde Rusia o naciones de su esfera de influencia.
Los países europeos limitan de momento las soluciones a criticar a Donald Trump. Sin embargo, se enfrentan a problemas graves: una notoria escasez de fuentes de suministro energético seguras y consistentes, tras haber renunciado a dar la batalla por la estabilidad en Turquía o en el norte de África. La práctica totalidad de las entradas a Europa están gobernadas por regímenes dictatoriales con los que existe una escasa capacidad de interlocución. Algo que no sucedía en el pasado, cuando al menos había unas buenas relaciones diplomáticas con Turquía, Egipto, Libia o la propia Rusia.
Con este cuello de botella (uno más si contamos el Atlántico, donde no se ha avanzado en el establecimiento de rutas de importación de petróleo y gas procedentes de Estados Unidos), es imprescindible desarrollar un marco regulatorio estable de la energía renovable, tras las torpes improvisaciones precedentes. Se trata de aprovechar la enorme inversión realizada por países como España para ascender por la curva de aprendizaje e ir menguando la dependencia energética. Así lo ha hecho por ejemplo Suecia, que ha conseguido rebajarla hasta el 37%, con un peso de las renovables superior al 50%, o los países bálticos, Finlandia o Dinamarca, donde estas alcanzan el 30% y el 40%, sobre todo gracias a la energía eólica.
En este entorno incierto, el mercado ibérico de la electricidad avanza en la buena dirección, ya que ha reducido la dependencia energética en casi 10 puntos porcentuales, a la par que el peso de las renovables se ha incrementado en ocho. Esperemos que esta tendencia no sea perturbada por la ley sobre el cambio climático que se presentará en diciembre. No en vano, que nuestro recibo de la luz sea el tercero más caro de Europa no se debe no a las eléctricas, sino a que incorpora un 57% de impuestos y otros recargos. Tributos con los que pagar los errores sobre las energías renovables de un célebre político socialista. Esperemos que la nueva ministra de Transición Energética no contribuya a gravar, más aún, al expoliado sector eléctrico.